Felipe González, que ahora hace de alfombra enrollada en consejos de administración, por ahí entre eléctricas o navieras, por las Siete Hermanas salchichoneras del dinero español o por esos negocios sospechosos y como panameños de maletín y guayabera, aún sale de vez en cuando a hablarnos de política patria. No puede evitarlo, supongo, como si fuera un Papá Pitufo emérito. Es muy conocido eso que dijo, que los ex presidentes son como jarrones chinos, que se suponen valiosos pero nadie sabe muy bien qué hacer con ellos, o algo así. A él sí han sabido colocarlo, como digo, para que aplique sabiduría a cosas de las que no tiene idea, como gurú o como viejo tótem indio.
Cómo resistirse, pues, a hablar de cosas de las que sí sabe, por ejemplo cómo vivir o matar en política. Más él, que lo fue todo, que inventó nuestro Sistema, la partitocracia: la ocupación por parte del Partido de toda la sociedad, que el Partido estuviera metido en todo, lo mismo en la alcoba del particular que en el banco puntero que en el premiecillo del plumilla que en el armario de institutriz de la judicatura. Aún es nuestro fundador, aún es el padre colono del país, aún se siente guardián de un legado. Aunque finja achaques de capitán ballenero y vejez de trompetilla, aún quiere ser escuchado y gusta de ser escuchado.
A González nunca le ha gustado Sánchez, quizá porque los ligones se conocen los trucos
Felipe González, pues, que aparece de vez en cuando igual que una suegra (la suegra de todo, suelo decir yo que es él), ha hablado de nuevo con su voz de montaña o de oso en un sueño de apache, esta vez sobre Sánchez y su amor cortés con Iglesias. La posición de Sánchez con Podemos le parece “bastante correcta y sensata”, dijo. En realidad, lo interesante de esto es que siguiendo a Felipe seguimos a Sánchez. Quiero decir que González, que moduló el socialismo desde el marxismo de zurrón a un capitalismo de escopeta nacional con caricia social y cierto populismo de guapo (él fue el primero, mucho antes que Sánchez), siempre ha defendido el PSOE sensato y poderoso, conservador aun en sus formas feriantes de progresismo.
A González nunca le ha gustado Sánchez, quizá porque los ligones se conocen los trucos. Prefirió a Madina y a Susana (el susanismo es o era un felipismo, el más perfecto desde el propio Felipe), criticó el “no es no” y dijo muy claro que “un Gobierno Frankenstein, con 85 diputados y con gente que quiere liquidar y trocear España, no es bueno ni posible”. Por supuesto, no es que González apoye ahora a Sánchez porque se haya hecho sanchista, de ésos de comulgar sus pies de ángel en helicóptero, como aquel Cristo del comienzo de La dolce vita. Si González avala ahora la táctica con Podemos es porque es Sánchez el que ha virado, ahí en su helicóptero santo y absurdo. La cuestión es por qué.
Sánchez no ha rechazado de repente a su “socio preferente”, a su único hermano de armas contra el trifachito, contra el espantajo de la foto de Colón como un cuadro de Zuloaga, porque se haya despertado o se haya convertido ideológicamente, porque se haya centrado en el bien de España o en la moderación estoica. Esa moción de censura con todos los menudillos de los antisistema, los nacionalistas, los secesionistas y demás anarcopunkis de la política requería una convicción que no puede irse con una insolación ni con una revelación ni con un bautismo. A Sánchez no puede espantarle ahora la posición de Iglesias sobre Cataluña, después de oírle reclamar, como un profeta con la coleta ya prendida por su propia tea, la aniquilación del corrupto “Régimen del 78”. Sánchez sólo ha visto ahora otro camino más sencillo, más limpio, con más futuro, para conservar el poder.
El mismo fundador de nuestra partitocracia baja como un dios cabrero del monte y le dice a Pedro que lo está haciendo bien
Felipe González modernizó el PSOE y modernizó España, aun a costa de dejarnos esta partitocracia babilónica y una corrupción de ferralla en el fondo pocero de toda la política. España se movió con él, de su brazo verbenero, mientras que Sánchez lo que ha hecho ha sido moverse con España. Viendo que Vox le había caído como una herencia, que lo que yo llamo el españolito medianero se espantaba con su visión, con su roce, con su cercanía, Sánchez simplemente resolvió que podía ocupar ese espacio central, esa veredita verde del español acojonado y margarito, ese gran granero entre el trifachito y Podemos, y agrandarlo hasta que fuera cada vez más cómodo poder gobernar sin Mefistófeles detrás. Sólo tenemos que mirar lo del Orgullo para darnos cuenta de cómo va esa labor de dragado, cómo se intenta expulsar al centro derecha de la política e incluso de la moral con manguerazos de orina y lanzadas de uñas postizas.
Con Sánchez súbitamente horrorizado (súbitamente es la palabra clave) por la ideología ya muy conocida y amistosa de Podemos, por las exigencias inadmisibles de los secesionistas, por esos que lo llevaron al poder en resumen, y consiguiendo empujar al liberalismo y al conservadurismo hacia una marginalidad de frikis coleccionistas de águilas de piedra y cascos prusianos, moderarse es lo mismo que sonreír y esperar sentado. Esperar otra investidura, otro CIS, otras elecciones. Da igual, él saldría ganando siempre. Él va con España, surfeándola como un beach boy. No hace falta ni gobernar. Esto va solo. Ahora, el mismo fundador de nuestra partitocracia baja como un dios cabrero del monte y le dice a Pedro que lo está haciendo bien, y uno está por asegurar que, al lado de Sánchez, el propio Felipe González era un pardillo.
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