Da fracaso en fracaso. En eso estamos los españoles por lo que se refiere a la esperanza de tener un gobierno operativo porque van a dar los tres meses de las elecciones generales y no se vislumbra ni siquiera el primer paso para conseguirlo: la jura de un presidente. Y en eso estamos también los madrileños -y los murcianos y los riojanos- que vamos a asistir en el día de hoy a una singular modalidad de investidura: aquella que se hace sin candidato.
Empecemos por lo principal, que es el gobierno de España. Las conversaciones del presidente con el que se supone, porque así lo han dicho sus portavoces, que es el "socio preferente" para el Partido Socialista terminaron ayer en desastre. No sólo no se han puesto de acuerdo, lo cual es lo normal en el comienzo de una negociación, sino que la tal negociación ni siquiera ha podido iniciarse. Y la razón es que los dos interlocutores están hablando en tan distinta onda que es imposible que se encuentren en ningún punto de su recorrido.
Pedro Sánchez quiere conversar sobre un programa de ación común en el futuro gobierno, en la actividad parlamentaria y en otras instituciones. Pablo Iglesias quiere sentarse en la mesa del Consejo de Ministros y mientras Sánchez no se someta a su exigencia no quiere saber nada más del resto de las cuestiones que él considera subsidiarias de su presencia en el Consejo. Pero Sánchez no está dispuesto a pagar a Iglesias un precio que los 42 escaños de Podemos no valen. Era el de ayer el quinto encuentro baldío entre ambos políticos y según pasan los días las cosas no hacen sino empeorar.
Pero Iglesias ya está atrapado en su propia trampa. Si desde el comienzo del cortejo nupcial se hubiera dejado alguna puerta abierta a una negociación que no incluyera como único punto para él su entrada en el futuro Gobierno, habría dispuesto de un amplio espacio para el pacto. No ha hecho eso sino todo lo contrario.
Sánchez e Iglesias están hablando en tan distinta onda que es imposible que se encuentren en ningún punto de su recorrido
Confiado en el poder taumatúrgico que aún podían tener los 42 escaños con que se ha quedado después de haber perdido 29, el líder de Podemos hizo sus cálculos y concluyó que sin su apoyo Pedro Sánchez no sería presidente. Y puso precio a ese apoyo reclamando desde el primer instante su entrada en el gobierno que se constituya en el futuro .
El cálculo de Iglesias incluye una apuesta casi desesperada por su supervivencia política al frente de un partido con innumerables problemas internos y con una más que notable catástrofe electoral a sus espaldas. Él necesita imperiosamente que Sánchez le saque del pantano y le repesque para la vida política saneando -tuneando se dice ahora- su actual estado menesteroso.
Pero ha utilizado mal sus cartas y se ha visto atrapado por su soberbia al no haber calculado que, aunque diga lo contrario, a Sánchez no le importa tener que acudir a unas nuevas elecciones por dos razones fundamentales. Primero, porque los sondeos le auguran de entrada mejores resultados que los obtenido el 28 de abril. Y segundo, porque la posibilidad de adjudicar al líder morado la responsabilidad de una nueva convocatoria a las urnas por haber porfiado en lo que no puede ser y además es imposible le puede reportar pingües beneficios electorales: muchos votantes de Podemos no le perdonarían a Iglesias que volviera a cargarse por segunda vez la investidura del candidato socialista y continuarían entonces pasándose con armas y bagajes a las filas del PSOE.
Iglesias está atrapado entre las garras de su propia exigencia. Y ahora ya no puede fácilmente dar marcha atrás porque, si lo hiciera, si mañana, o pasado, o dentro de 15 días se plegara al planteamiento del PSOE que incluye taxativamente su renuncia a entrar en el Gobierno, no cabria más interpretación pública que la de que ha sufrido una derrota sin paliativos, lo cual debilitaría dramáticamente su posición al frente de su partido y pondría en muy serio riesgo su prestigio y su futuro. Así que ahora está obligado, por una mera cuestión de supervivencia personal, a mantenella y no enmendalla.
El cálculo de Iglesias incluye una apuesta casi desesperada por su supervivencia política al frente de un partido con innumerables problemas internos
Queda por ver si se va a atrever a votar que no en la sesión de investidura o si se va a abstener. En cualquiera de los dos casos Pedro Sánchez no podría ser investido presidente pero, a cambio, Pablo Iglesias habría al menos mantenido ante los suyos la dignidad política de no haberse sometido a la humillación de pasar bajo las horcas caudinas que en realidad él mismo ha contribuido a clavar en el suelo.
Ahora bien, si vota que sí habiendo aceptado renunciar a su única exigencia conocida -y precisamente ése ha sido su error- habrá firmado su sentencia de muerte ante sus votantes ante quienes se mostraría como un político fundamentalmente débil y eso, dadas sus circunstancias, es lo peor que le podría pasar. Dado su ciego empecinamiento y su infundada seguridad -ayer mismo sostenía que "tarde o temprano Sánchez rectificará"- tiene muy difícil, si no imposible, la retirada.
Algo similar -en el sentido de que es otra batalla por la supervivencia política- le pasa a Vox. El partido verde resulta imprescindible para que Partido Popular y Ciudadanos accedan al gobierno de la Comunidad de Madrid. Pero Ciudadanos ha venido exhibiendo sistemática, consciente y deliberadamente un desprecio olímpico hacia los de Santiago Abascal. Pensó quizá Albert Rivera que no atreverían a cargarse la constitución de los gobiernos de Murcia y, sobre todo, de Madrid.
Vox ha hecho muy recientemente un movimiento que le ha proporcionado una mucho mayor fortaleza: ha renunciado a formar parte de ningún gobierno
Se equivocaron porque no calcularon los del partido naranja que los de Vox no pueden permitir bajo ningún concepto la humillación que supondría poner sus votos al servicio de quien se niega a mirarles a la cara y, para más inri, exhibe su negativa en público. Si aceptaran semejante trágala estarían muertos ante sus votantes que desde luego no les dieron su apoyo para que perdieran a la primera de cambio la dignidad a cambio de nada. De absolutamente nada. Si Vox quiere sobrevivir, no puede acatar este trato.
Si Vox no hubiera puesto pie en pared ante el ofensivo desdén que viene practicando sistemáticamente Ciudadanos, sus días como partido estarían contados. Algo, por cierto, que en iguales circunstancias, le sucedería a cualquier formación política. Pero es que, además, Vox ha hecho muy recientemente un movimiento que le ha proporcionado una mucho mayor fortaleza: ha renunciado a formar parte de ningún gobierno.
No pierde, por lo tanto, ninguna de las ventajas que comportaría ocupar el poder en todo o en parte y queda libre así de hacer valer sus votos porque no busca más contrapartidas que las que se derivan de atender algunos de sus planteamientos. No pierden nada con ello y, sin embargo, sus interlocutores pueden perder mucho: pueden perder el gobierno.
El cuerpo electoral asiste perplejo e irritado a sus evoluciones en pista sin perder la esperanza de que se produzca de una vez el santo advenimiento en forma de gobierno
En consecuencia, Vox tiene ahora mismo sartén por el mango. Por eso vimos ayer a Ignacio Aguado acceder a sentarse con Rocío Monasterio en una concesión inimaginable hace una semana. Y eso es porque los de Albert Rivera parecen haber empezado a comprender que los de Santiago Abascal afrontan con tranquilidad total la perspectiva de la investidura no consumada de mañana en Madrid, la más que probable prolongación de las conversaciones durante julio y agosto e incluso la convocatoria de nuevas elecciones autonómicas. Saben que sin sus votos no hay gobierno de la derecha en Madrid y están dispuestos a que se note. Y se retribuya. Están dispuestos a esperar hasta que la fruta madure.
Después de que la reunión a tres bandas -PP, Cs y Vox- en la Asamblea de Madrid fracasara estrepitosamente, Rocío Monasterio dijo que estaba muy contenta. Su satisfacción se deriva del hecho de que ha constatado que Ciudadanos está empezando a ceder y la presencia de Aguado en la reunión lo demuestra.
Pero la formación naranja tendrá que ceder un poco más aún si quiere contar con los votos de un partido que, al contrario que Pablo Iglesias, no quiere entrar en el gobierno sino situarse en la oposición pero reclama, eso sí, un trato acorde con el valor de sus imprescindibles votos.
Este es el estado de la cuestión a día de hoy. Aún veremos a los dirigentes reunirse, hacer declaraciones e intercambiarse reproches y desmentidos durante las semanas que quedan hasta el mes de agosto e incluso más allá.
Mientras tanto, el cuerpo electoral asiste perplejo y crecientemente irritado a sus evoluciones en pista sin perder definitivamente la esperanza de que se produzca de una vez el santo advenimiento en forma de gobierno. Autonómico o nacional, el que sea. Pero si nos llaman otra vez a votar pueden encontrarse con grandes sorpresas.
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