No sé si Pedro Sánchez, hace unos días, al imaginarse dando su discurso en la tribuna, sintiéndose la perla de la ostra abierta que le hacen el Congreso y el país, esperando la abstención de todos y una paloma que se le posara en el hombro al final, pensaría que podría encontrarse así. Con la gente mirándolo como un águila desplumada, esa águila calva de los percheros y las gorras presidenciales, mientras lo que se comentaba era qué antisistemas iban a entrar en su Gobierno: ministros que creen que hay presos políticos, que piensan que los jueces se inmiscuyen en la “democracia”, que echarían a los tiburones a los Borbones, que “democratizarían” los medios, que ven el Estado como una cloaca. Pero ahí estaba Sánchez, cantando sus discursos de oso panda, de abuelo minero, de actriz con medio Goya y medio tacón, removiendo la papilla de los pobres, los moribundos y hasta los muertos.
Los periodistas esperaron al presidente en los pasillos como un cuadro de fusilamientos, pero Pedro no dijo nada. Casado pasó en estampida. Abascal incidía en que aquel Gobierno iba a ser el del Frente Popular. Y Cayetana, a la que veo desarmada, sin brillo ni escudo, como Brunilda castigada por Wotan, insistía en que van a estar en el Gobierno partidos que no creen en el Estado. Le pregunté, en un aparte, si creía que Sánchez se podría echar atrás. “Está embalao”, me contestó
Aquello iba a ser la investidura con suspense y con muertos a los postres, su investidura de Agatha Christie, entre maderas de Transiberiano español, que habíamos imaginado. Pero nadie pensaba que el muerto pudiera ser Sánchez, que se quedara en La Moncloa como una alfombra de animal albino mientras Podemos entraba en el Consejo de Ministros para hacer su posmarxismo, su hegemonismo gramsciano y todas esas tácticas para empezar a convertir la democracia en una conga montonera.
En el Hemiciclo, con un aire perezoso de irrealidad o de tedio, Pedro Sánchez vendía galletitas de scout y hacía un discurso como susanista (Susana estaba por ahí, enfadada con su móvil por no enfadarse con Sánchez). Es ese discurso en el que él mismo amamanta, con su pecho de pezón con pelo, a los pobres, los ancianos y los enfermos, hasta recordando el aniversario de su partido, dios providente. Se atrevía a hablar de la “involución de los partidos conservadores”, teniendo en la chepa a Montero o a Echenique.
Podemos no esperaba un discurso revolucionario, pero quería alguna referencia sobre las izquierdas hermanadas
Podemos no esperaba un discurso revolucionario o encendido, pero al menos quería alguna referencia sobre las izquierdas hermanadas. Pero es que Sánchez había traído una plantilla ya antigua, ya hecha, una plantilla como de miss brasileña, con la paz en el mundo y la economía verde, como esa niña cargante que va por ahí con el planeta como un peluche tiñoso, con supercomputadores y con inteligencia artificial, con el patriarcado y con el feminismo, con la pobreza y con la infancia, y con la magia de las manos de Sánchez sobre todo ello. Esto es lo que le pasa a España, no que la democracia se pudre, que los posmarxistas se van a sentar en el Consejo de Ministros como si fueran raperos de Vallecas, ni que los indepes parece que han heredado de un tío indiano en Sánchez. Y ahí quedaba el presidente, mientras Iglesias miraba el móvil y los indepes hacían sus cuentas por debajo de los escaños, como bordadoras. Naturalmente, los grupos catalanes, con rosas amarillas para recordar a Junqueras, como solteronas de baile, se veían preocupadísimos por esta fiera voluntad de Sánchez. Mencionó a China, pero no a Cataluña. Y la subasta con Podemos tampoco tuvo cabida en las bienaventuranzas del discurso de Sánchez, discurso de dieta blanda, de potito sentimental, que no aclaraba nada.
“No ha dicho nada”, empezó precisamente Casado, que luego le hizo una especie de interrogatorio filosófico o psicológico: ¿Quién es? ¿Para qué está aquí? Le preguntó si se avergonzaba de sus socios y señaló lo increíble de ese súbito desengaño de que los indepes fueran indepes. Y de que los podemitas fueran podemitas, habría que añadir. Los debates de Sánchez con Casado y con Rivera son muy parecidos. Casado y Rivera le descubren las trampas y los pocos escrúpulos, Sánchez saca a la derechona como a la Bruja Avería, y luego les pide la abstención, su ungimiento por el bien de España. Al menos, Casado o Rivera volcaban los cestos de pétalos que había esparcido Sánchez, algo como de anuncio de Anais-Anais. Sobre todo con Cataluña, el tema que quemaba.
Rivera acusó al Gobierno de sectario. “Para ir al 8-M hay que llamar a Carmen Calvo”
“Puro teatro”, le dijo Rivera, “mientras en la habitación de al lado negocia con Podemos y los separatistas”. Es el “Plan Sánchez”: criminalizar a los que no son del PSOE, a los constitucionalistas. Le soltó Rivera, por cierto, recordando la moción de censura a Rajoy, lo que muchos andan pensando ahora: ¿Dimitirá si condenan al PSOE por los ERE? Y acusó al Gobierno de sectario. “Para ir al 8-M hay que llamar a Calvo”. Sánchez se limitó a sacar el pijama de Superman del buen demócrata ante el insulto, aunque estuviera allí Marlaska, que en el Orgullo parecía tirar flechas a los de Cs vestido de Orzowei.
Pero todos esperábamos ya a Iglesias, que había estado todo el día hundido en el móvil y en notas, como en las cuentas de su boda o de su lechería. Ninguneado por Sánchez en la sesión, se levantó con una dignidad recobrada y tiró de ironía y de latigazos para desnudar a Sánchez. Le dijo que, si querían pactar con ellos, disimulara un poco, porque habían estado todo el tiempo pidiendo la abstención al PP y a Cs. Sí, porque parecía que quería ser presidente y le daba igual con quién, que su prioridad era el poder, no las políticas de izquierdas. Y todo eso sonaba cierto y escocedor. “No nos proponga ser un mero decorado de Gobierno”, soltó.
Pero Sánchez ya tenía previsto un escape. Seguramente no pensó en otra cosa desde que se viniera arriba en la entrevista, engollipado de ego. Si no hay un acuerdo, hay otras opciones, le dijo a Iglesias. O sea, Sánchez había reseteado su oferta, se había comido su farol. Y mientras Sánchez acentuaba su cara de cólico, mientras se le iluminaba una tramposería así como expresionista en su rostro, Iglesias estallaba, contaba cómo le habían negado cualquier clase de competencias en el Gobierno una tras otra, y remataba: “No vamos a dejarnos pisotear ni humillar por nadie”.
El día había empezado haciendo quinielas de ministros Frankestein, con calambres en la mandíbula y cerebro en un tarro, y terminaba con el acuerdo casi definitivamente roto. Está claro que Sánchez no quiere esa coalición. El farol lo deja como tramposo y como cobarde, aunque a muchos les deja aliviados. Si es un alivio, claro, un presidente que es capaz de echarse estos envites de chulería y de comerse la coherencia, la ideología y la palabra por el poder. Sánchez no estaba al final tan “embalao”. Ha medido la toxicidad de Podemos y ha visto que su presidencia podría acabar como ese cerebro de Frankenstein, comido como una nuez verde. Y esa muerte como de castaña podrida no la quiere él para su hermosa misión.
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