Ahora vigilan en los patios los burócratas, los policías de los juegos, el adulto metido obscenamente en la inocencia del niño para quitarle la niñez y convertirla en política o en doctrina o en caligrafía de funcionario, con sus hojillas rellenables y sus miserias rellenables de funcionario. A mí en los patios me vigilaba la monja estricta y dulce, con toca de escayola, toca de estatua de monja, esa estatua que siempre había de la fundadora de la orden, del colegio, de la congregación de hermanitas de los pobres o de siervas de algún Jesús lacerado y masculino, necesitado de muchas siervas, enfermeras y cocineras. A mí en los patios me vigilaban maestros baloncestistas, con silbato y sudor y exigencias casi militares, a lo mejor necesarias en esa guerra que hacíamos los chavales a patadas entre los pájaros y las niñas. Es verdad que la monja quería llevarte al final donde su Jesusito se hacía la camita de mármol, donde la Virgen dormía en un delta de flores y sombra como un hada acuática, pero hasta eso tenía su hora y su prevención. Y el maestro en pantaloncillo quería germanizarte de matemáticas y atletismo, pero no te trataba como un soldadito que crece para el país.
Había una distancia, la distancia con la niñez, que se respetaba en su intimidad ruidosa, incluso cuando había una misión de evangelizarte o desasnarte. Porque la monja no se escondía para ver si yo rezaba a las cuatro esquinitas o me prendaba de los lazos de las niñas del otro colegio, sino que sólo nos miraba de lejos mientras seguía cosiendo para Jesús. Y el maestro nos reñía o nos mandaba a correr desde esa misma distancia pedagógica, como un vigilante de piscina, pero no te analizaba ni te miraba como cliente o como objetivo, como el hombre depravado de las chuches. Hay que tener ya una mente perturbadamente política para llegar a la perversión de tratar a los niños como ganado y experimento de la patria.
Los niños sólo tienen el idioma de los niños, el que les hace falta para entenderse entre ellos
En Cataluña, esa anomalía de nuestra democracia, hay monjas furibundas dándote con la ortodoxia en la cabeza como con un Jesusito de loza, y sargentos que te quieren germanizar de verdad el cerebro y el cuerpo, y funcionarios aplicados, con vistazo y alforzas de matarife, cuidando de lo que se piensa y lo que se dice para apuntarlo como un ditero repulsivo. Los niños sólo tienen el idioma de los niños, el que les hace falta para entenderse entre ellos o con los animalillos y los juguetes de ojos de botón. Pero los políticos totalitarios y sus esbirros que merodean como estranguladores sólo quieren que tengan el idioma del jefe, que es parte de la ideología del jefe, o sea que quiere llevarlos desde una cosa a la otra para que sólo exista lo que quiere el jefe. Y con jefe me refiero a la élite que vive de la idea de nación como un terrateniente vive de su plantación de bananas, entre la herencia, la tiranía y la hamaca.
No sólo son los niños, claro, sino todos. El tendero o el camarero o el maestro tienen también que estar haciendo patria siempre, en el trabajo, en la calle, en la cama, con el acento, con las canciones o con las antorchas, o resultan sospechosos. En Cataluña hay una policía de la lengua con cachiporrazos para los mesoneros, con cortes para los periodistas y con vigilancia para los niños. Son la propia Administración, milicias vecinales o chiringuitos como esa Plataforma per la Llengua que se ha colado en los colegios arteramente para escuchar los secretitos de los chiquillos y denunciar vilmente la impureza de los inocentes. La verdad es que en Cataluña casi todo son chiringuitos, la primera industria de Cataluña es la catalanidad. Ya no hay política ni cultura ni economía, sólo la tasación de catalanidad que te hacen con el partido, la asociación, la empresa, la novelita o hasta el hijo.
En Cataluña, esa anomalía, se vigila y se evalúa la intimidad de los niños, pero no sé si eso merece el escándalo cuando el Estado, los derechos ciudadanos y el mismo concepto de lo público han desaparecido de allí hace tiempo. Monjas de hierro y policías germanoides vigilan y decretan el pensamiento de infantes o catedráticos, pero el Estado, como antes, no hace nada. Ahora, la Alta Inspección educativa se inhibe mientras la Generalitat niega la vigilancia o declara que no se trataba de “espionaje” sino de “observación de incógnito”. Parece la excusa de un mirón.
Los niños hablan el idioma que les da la gana, para entenderse. En Cataluña, puristas o soldados de la patria pueden hacer lo mismo para que no les entiendan (la Cámara de Comercio de Barcelona rechaza ya usar el castellano). El objetivo último es prohibir el español y lo español. Lo que ocurre es que los derechos de los demás no son una decisión de un chiringuito, ni de una autonomía. En teoría, claro. En la práctica, con un Estado que ha desertado, más con el sanchismo perezoso y coquetón, Cataluña está fuera de la razón y de la ley. La desinfección ideológica y las brigadas infantiles tendrán incluso el mismo funcionario, encargado de ir apuntando como un trampero, como un prestamista, como un despreciable chivato de recreo.
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