Llevamos desde enero hablando de las vacaciones. De dormir. De la caña que nos vamos a tomar al llegar a la playa. De dormir aún más. De la cuarta y la quinta cerveza. Durante este tiempo se nos olvidó una cosa. El niño. Cuando eres padre o madre y piensas en tu tiempo libre la cabeza te juega una mala pasada, te da tiempo libre.
Hace tres días que empezamos las vacaciones. Cuatro horas de coche con La vaca Lola y Baby shark. Tres paradas. No demasiado aire acondicionado. Tampoco poco. El maletero lleno hasta arriba. El equipaje de un niño es inversamente proporcional a su altura, y el nuestro todavía no llega a los 80 centímetros.
De repente te ves dentro de una película de los 60. Cuando antes ibas a la playa con el tabaco y las chanclas, ahora es la sombrilla, la fruta, el agua, la crema solar, otro bañador, los cubos, las palas. Todo el maldito maletero mientras intentas que no cruce la calle sin darte la mano.
Mira, qué haga lo que quiera
Llegas desesperado. Sudando. Cansado. Aún son las 11 y llevas desde las 7 jugando a que él trepa y tú le sujetas para que no se caiga. Ponle la crema. Llantos. Mójale la cabeza para el calor. Más llantos. Mira, qué haga lo que quiera. Gritos.
Y quieres calmarte, pero dormir y la caña. Y gente joven tumbada. Y gente sin hijos leyendo. Y tu intentando que deje de comerse la arena y que no te tire del bikini demasiado. Y discutís, porque no come. Y ya te dije que eso no le gusta. Y yo le he dado de desayunar, dale tu de comer.
Y ya no podemos más y nos agarra a cada uno de un dedo para que nos sentemos con él y juguemos en la arena. Y se ríe. Y te lanza agua. Y corre. Y mamá. Y papá. Y se te olvida que no has dormido, se te olvida la terraza con la cerveza. Y ya comerá, qué más da. Y qué ganas teníamos de poder estar con él 24 horas de una vez.
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