La prueba había ido bien. Sólo quedaba esperar destino. Algo así debían sentir quienes hicieron la ‘mili’. Mi objeción de conciencia nunca me permitió experimentarlo. La llamada debía llegar en sólo unos días. Se demoró. Entre examen final y examen final, aquel tercer año de una carrera de la que decían que ‘el curso más difícil era el COU’, se esfumaba. Ese año no habría verano, no al menos como los anteriores. Era momento de empezar a volar solo, de trabajar. Hacer prácticas de verano iba a ser la sensación más parecida al ‘Erasmus’ que años después absorbió a millones de estudiantes ansiosos de conocer mundo, vida nocturna y… ya si eso, estudiar algo.
Entonces ser becario era una suerte de ‘Erasmus’ nacional. Viajar fuera, conocer nuevos lugares y sumergirse en otra cultura a la propia pero sin salir de España. Una forma de descubrir que hay muchas Españas y que, aunque se empeñen en decírnoslo, no siempre se parecen tanto. A veces lo hacen como Noruega a México.
La llamada llegó días más tarde. El destino sería Ibiza o… Albacete. La primera auguraba un verano para no olvidar, la segunda… también. Había que seguir esperando la ‘fumata’ definitiva. La segunda llamada confirmó que siempre hay enchufados, gente que te adelanta con contactos de los que yo carecía. Por fin supe que mi verano sería especial, sí, en Nueva York… en la Nueva York de la Mancha.
En aquella Euskadi de mediados de los 90 en la que Albacete sólo sería noticia si la violencia terrorista lo decidía
Ser becario es lo que tiene, o tenía. Uno debe estar dispuesto a aprender sin recibir mucho a cambio -29.000 pesetas- y con la confianza de que el final del camino habrá merecido la pena. Lo primero fue mirar el mapa. Lo segundo, hacerse a la idea de que ese julio y agosto no habría ni mar ni playa. Tampoco lluvia. En Bilbao la tierra de los cuchillos y las navajas no es tema de conversación habitual. Menos aún en aquella Euskadi de mediados de los 90 en la que Albacete sólo sería noticia si la violencia terrorista lo decidía.
Ser becario es ilusión, o lo era. También es nervios. Y es, era, una montaña de muchas dudas. Cada mes de mayo, de junio, miles de estudiantes la han sentido en el estómago. El consejo era escuchar más que hablar, observar y mostrarse dispuesto a cualquier reto que se plantee. Experimentar la orden de un jefe por primera vez, sentir la responsabilidad, el pánico y la ilusión, todo al mismo tiempo, agota. Si a eso le sumamos el choque cultural, puede generar angustia en pequeñas dosis.
Haciendo la maleta imaginé cuál fue el destino de todos aquellos compañeros de facultad que como yo días atrás habían realizado las pruebas en radios, periódicos y televisiones de todo el país. Ahora también ellos se disponían a poner rumbo a su primer ‘trabajo de verdad’, aunque fuera con la etiqueta de becarios.
El viaje Bilbao-Albacete fue largo, el mental y el físico. 640 kilómetros y un mar de desconocimiento de la realidad castellano manchega. Ibiza hubiera sido más sencillo, más mar, más playa… Pero Ibiza no es Nueva York.
Llegar a la ciudad manchega en coche tras casi siete horas de ruta una tarde calurosa de finales de junio no se olvida. El termómetro indicaba 42, lo recuerdo bien. Y lo que se me marcó a fuego fue la pintada bajo el panel de bienvenida a ‘Albacete’: “Vascos exterminio”, rezaba. “‘Ongi etorri’ a Albacete”, pensé.
Así comenzó el ‘Erasmus’ patrio de un vasco en la tierra de Don Quijote. Para ese inicio de julio de 1994 ETA acumulaba ya seis asesinatos. En el verano que pasaría informando como becario en Albacete elevaría su cifra sangrienta con seis víctimas más. El año terminó con 13 muertes. Llegué a entender que hubiera quien quisiera exterminarnos a todos los vascos, no en vano aquella tierra castellano manchega había puesto muchas de las víctimas.
No, los guardias civiles no eran así, no al menos los que yo había conocido durante 21 años
En ese ambiente, las dudas llevaban incluso a plantearse camuflar el nombre. ¿Mikel o Miguel? ¿Molestaría mi acento? ¿Mi origen bilbaino? Camino de la emisora los nervios crecían. Desayunar en una cafetería ayudaría. La escena no se borra tantos años después. En la barra, de espaldas a la puerta, como si nada ocurriera, sin mirar atrás y en mangas de camisa, dos guardias civiles apuraban el café. Unos metros más allá otros compañeros vigilaban un edifico oficial de igual guisa. Parecían desnudos. No, los guardias civiles no eran así, no al menos los que yo había conocido durante 21 años: pertrechados, blindados y con el índice en el disparador de su rifle.
El timbre de la emisora sonó y me recibió el redactor jefe. Un hombre menudo, sonriente, de manos pequeñas. “Ongi etorri”, me dijo. Perplejo. “Soy José Antonio Arakistain”. Más perplejo. Aquel apellido no era de la zona. “Soy de Irún”. Aquello sonó a hogar. Después llegaron las presentaciones del personal y de nuevo la condición de vasco en tierra extraña protagonizó todas las rupturas de hielo. Hasta que llegó ‘don José’. “Este es Mikel…”. Y la respuesta sentenció: “Yo le llamaré Miguel”. ‘Don José’ era un Guardia Civil retirado que colaboraba con la casa, “como quiera, no me importa”.
Aquel primer día la montaña de teletipos arrancados de la máquina y de la que debía salir la noticia de apertura del informativo me la dejó en la mesa. “Busca la noticia de apertura para hoy”, me ordenó ‘mi primer jefe’. Nada parecía reseñable. No había ni atentados, ni discursos extremos, ni violencia callejera ni convocatorias por el derecho a decidir. Nada. “No veo nada importante habrá, que esperar”, dije osado. Error. Arakistain decidió por mí: “El ajo de Taiwán hace descender las exportaciones de ajo en Castilla La Mancha”. ‘Ongi etorri’ al mundo real, al que existe más allá de la Euskadi de los 90, pensé.
Después llegaría la entrevista al primer insumiso al Ejército de Castilla La Mancha, un acontecimiento en aquella tierra no habituada a los escuadrones de insumisos vascos que llenaban telediarios en la televisión vasca desde hacía años. O la pregunta gazapo al presidente Bono –“este gana votos a besos pueblo a pueblo todos los fines de semana”, decían entonces de él- o la sorpresa por la toma de posesión de un delegado del Gobierno sin que nade protestara ni los antidisturbios actuaran.
Abrir los ojos no siempre es un gesto natural. Las circunstancias levantan párpados pesados y pupilas ciegas. Cuando el ruido desaparece todo se calma. Los sentimientos, los deseos y las ilusiones confluyen y Albacete y Bilbao, Euskadi y Castilla La Mancha se parecen. Tres meses bastan para descubrirlo.
25 años después, miles de becarios hacen ahora ese mismo viaje personal y profesional. Un viaje para despertar y descubrir que quizá su mundo no es el único, que existe una vida por descubrir ahí fuera y que los ‘Ongi Etorri’, los de verdad, pueden ser el mayor premio de un verano, incluso en Albacete.
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