Ojalá los destinatarios actuales de las normas jurídicas hubiéramos continuado siendo esclavos del Derecho Romano más arcaico. La obediencia ciega a los dictados de Roma nos habría ahorrado amargos disgustos e insoportables dolores de cabeza. Y seguiríamos dormitando en el mullido y ergonómico colchón de la seguridad jurídica. En Roma, si hacías bien los deberes, la interpretación de las leyes era infalible y ganabas uno tras otro los litigios en los que participabas, tanto si eras su promotor como si te sentabas en el banco de los demandados. Bastaba con franquear la puerta del colegio sacerdotal de los pontífices, que eran los custodios de los formularios procesales. El cliente pagaba los honorarios que los sacerdotes romanos, mediadores entre los hombres y los dioses, exigían para pronunciar las “fórmulas” o “arcanos” que aseguraban la victoria en el pleito correspondiente. La interpretación legal de los teólogos latinos era infalible, era como apostar por Messi frente a un guardameta de dos años.
La seguridad jurídica murió, allá por el año 300 A.C., cuando el rábula Flavio publicó un libro en el que desvelaba los ingredientes de los “arcanos”. ¿Por qué, Flavio, nos hiciste la faena de abrirnos los ojos y los oídos ante la charlatanería de los curas jurisperitos? ¿Por qué nos metiste de hoz y coz en el camino de la “secularización” del Derecho, robándonos la magia y la ilusión que nos producían las soluciones sencillas, formalistas y de cartón piedra?
La pérdida de la virginidad jurídica ha provocado una tragedia descomunal en las ramas del ordenamiento zarandeadas por el fenómeno conocido como “legislación motorizada”. Es el caso, especialmente, de las normas del ordenamiento tributario, casi siempre cambiantes, derogadas poco después de nacer y fecundadas por múltiples legisladores, comunitarios, estatales, autonómicos…A menudo el operador jurídico se enfrenta a un caos, aunque la teoría, la teoría abstracta y retórica –uno de los instrumentos favoritos de los poderes públicos- siempre ofrece respuestas legales fáciles, baratas y huérfanas de calidad para resolver satisfactoriamente las cuestiones más inextricables y enojosas. Dicha teoría abunda en la Ley General Tributaria (artículos 85, 88 y 89) y en su desarrollo reglamentario, que, según las autoridades, regala a los contribuyentes el mismo efecto milagroso que el bálsamo de Fierabrás ofrecía en tiempos remotos a los enfermos que se tragaban sus fluidos hasta la esquina más oscura de su cuerpo maltrecho.
La teoría
Dentro de los deberes administrativos de informar y asistir a los obligados tributarios, figuran en primera línea las contestaciones a las consultas escritas formuladas por los contribuyentes. El órgano competente –la Dirección General de Tributos (DGT), al ser la máxima autoridad administrativa en la función de interpretar las normas fiscales, excepción hecha del TEAC- deberá notificar al interesado su criterio en el plazo de seis meses.
En teoría, la seguridad jurídica de los ciudadanos parece garantizada
En teoría, la seguridad jurídica de los ciudadanos parece garantizada. En primer lugar, porque las contestaciones versan tanto sobre intereses individuales –los del contribuyente que formula la pregunta- como de carácter colectivo, ya que también están legitimados para formular consultas, entre otros, los colegios profesionales, los sindicatos, las organizaciones patronales y las asociaciones de consumidores si la cuestión suscitada afecta a la generalidad de sus asociados.
Por otra parte, las contestaciones de la DGT vinculan a los órganos de la Administración encargados de la aplicación de los tributos. Y no solo respecto a la persona del consultante sino también en relación con cualquier obligado tributario, si existe identidad entre los hechos y circunstancias de este último y los incluidos en la contestación a la consulta. A hechos idénticos, idéntico criterio administrativo. Si, pese a todo, se produjera una disparidad de trato injustificada, el perjudicado podrá recurrir (ante los tribunales “internos” o en sede jurisdiccional) el acto administrativo que le concierne basándose en la naturaleza vinculante de la contestación a la que se hubiera acogido y siempre, claro está, que no se hubiere modificado la norma correspondiente.
La práctica
Pero una cosa es la realidad legal y otra muy diferente es la realidad administrativa. Hay defectos tangibles (la DGT pocas veces respeta el plazo antes expresado de seis meses) y también anomalías solo ponderables mediante juicios subjetivos de valor (como la calidad y acomodo a Derecho de las contestaciones oficiales). Lo cierto es que las quejas de los contribuyentes abundan más cada día que pasa.
Así, la principal organización profesional del sector –la Asociación Española de Asesores Fiscales-AEDAF- ha reclamado soluciones urgentes no solo a la propia DGT sino también al Consejo de Defensa del Contribuyente y al Defensor del Pueblo. Mediante escrito dirigido al primero, de fecha 9 de julio de 2019, la AEDAF expone que la tardanza en la contestación a las consultas está perjudicando a numerosos contribuyentes y ha paralizado muchas operaciones de reestructuración empresarial. Los administradores de las mercantiles afectadas no se atreven a dar el visto bueno a las actuaciones de fusión o absorción de sus empresas antes de que se pronuncie la DGT sobre sus consecuencias fiscales. La falta de certeza jurídica es una rémora para la economía nacional.
Sea lo que sea, sorprende más que la aparición de un delfín en el arroyo Manzanares la siguiente manifestación del Presidente de la AEDAF: “Según la Dirección General de Tributos, la causa más inmediata de esta situación es la escasez de medios personales y materiales con los que cuenta, así como la dificultad de retener talento por la escasa retribución de los primeros”. O sea, que la Administración nos está dando gato por liebre. ¡Carajo!
La modesta proposición
Es una grave injusticia regular de manera igual situaciones claramente desiguales. La DGT debe emplear muchos más recursos para analizar una serie de ventas y compras, masivas y recíprocas, de acciones de empresas pertenecientes a un mismo grupo, que los destinados a responder una cuestión sencilla relacionada con los gastos deducibles por arrendar un inmueble o examinar el concepto de renta irregular. La contestación administrativa a la primera pregunta (lectura de antecedentes, estudio pormenorizado de las normas aplicables, utilización de los servicios de varios expertos…) no tiene que ser, en mi opinión, necesariamente gratuita. Algunos servicios públicos están sujetos al pago directo e individualizado de una contraprestación. La progresividad fiscal que impone el artículo 31.1 CE ofrece al legislador ordinario la adopción de medidas específicas según la capacidad económica individual de los contribuyentes.
Sería necesario establecer parámetros objetivos cuya identificación resultara fácil
Propongo el pago de una tasa (artículo 2 de la Ley General Tributaria) para financiar el servicio público de contestar las consultas que beneficie a los contribuyentes más adinerados, siempre que el análisis legal demande un empleo intensivo de capital humano. Sería necesario, con dicha finalidad, establecer parámetros objetivos cuya identificación resultara fácil y estuviera exenta de discrecionalidad. Y también, naturalmente, el legislador (si alguna vez tenemos un Parlamento que ejerza sus funciones) debería modificar la Ley de Tasas y Precios Públicos y la citada Ley General Tributaria.
El peso y el número de ejes de los vehículos resultan determinantes para abonar los precios que permiten recorrer una –la misma- autopista de peaje. Nadie se escandaliza por la lista de precios del servicio. Les pido, por favor, que accedan a la web de la DGT y calculen el peso de las consultas vinculantes. Comparen solo el peso relativo de diez preguntas Algunos de ustedes se sorprenderían.
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