Va resultar que esto lo tenía que haber arreglado el Rey, desde su mecedora de piedra, desde su ajedrez de la Plaza de Oriente, desde su dormitorio entre triglifos, desde sus tapices con apoteosis helénicas, esos tapices deshilachados y descoloridos como la banderita de una taquilla de los toros. Los políticos no se han puesto de acuerdo, o más bien Sánchez no ha querido ponerse de acuerdo con nadie, pero parecía que la esperanza, la prisa, la calma, el último reloj de la investidura, como un reloj de Alicia o de Phileas Fogg, era ese reloj de bolsillo del Rey, de la monarquía, al que todos le preguntan la hora porque da siempre la hora exacta del campanario, de España, de Dios y de la cocinera.
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