La sentencia del procés es la última oportunidad del independentismo para sostener su pulso contra el estado con cohesión entre sus huestes y conservando un cierto sentido de orgullo.
El peligro para ellos es que 2019 se convierta en un segundo 1714, pero esta vez sin tropas borbónicas irrumpiendo en Barcelona, sino constatando que la mayoría de la sociedad catalana les ha dado la espalda, lo que significaría una derrota humillante.
No queda mucho tiempo para comprobar el estado de ánimo de las masas: lo más probable es que la sentencia se haga pública en torno al 14 de octubre. Pero no hay más que ver lo que ocurrió en la Diada para comprobar que ni la Republica catalana, ni siquiera los "presos políticos" son capaces de reventar las calles de la ciudad condal como sucedió en los años previos a la declaración unilateral de independencia.
Si echamos la vista atrás y recordamos cómo se vivían estos días en Cataluña hace tan sólo dos años nos damos cuenta de que la temperatura ha bajado muchos grados. La ilusión de que el sueño de la independencia era posible se ha perdido. Ahora sólo queda la rabia y la frustración.
Tras la aplicación del artículo 155 (que no alteró gran cosa la vida de los catalanes, pero sí demostró al movimiento indepe que el estado no permanecería impasible ante un golpe a la soberanía popular como el que se produjo entre septiembre y octubre de 2017) la estrategia de la Generalitat recobrada a manos de Torra, de la ANC, Òmnium, ERC, el PDeCat y la CUP, consistió en convertir el juicio del procés en la madre de todas las batallas, con la vista puesta en la repercusión internacional de la campaña.
Como la dicotomía entre la ley y la democracia era difícil de sostener, el juicio adquirió un valor simbólico que trascendía el propio marco de la justicia. Se trataba de demostrar que España no era un estado de derecho, una democracia auténtica, y la prueba de ello era un proceso político sin garantías en el que la sentencia estaba escrita de antemano.
Lo más probable es que la sentencia, que no será leída por el presidente del tribunal, se conozca el próximo día 14
La movilización del aparato propagandístico del independentismo (pagado con dinero público) fue masiva y eficaz. Organizaciones de todo el mundo solicitaron autorización para acudir como "observadores" durante la vista oral que iba a tener lugar en el Tribunal Supremo.
Esa presión condujo a la primera gran decisión del Tribunal: acordar la retransmisión en directo de todas las sesiones del juicio. Muchos de esos "observadores", garantes de la pureza democrática en todo el orbe, pero cobrando, naturalmente, se quedaron con las ganas de pasar unos meses en Madrid a gastos pagados.
Sea cual sea la sentencia, lo que los indepes no podrán nunca decir es que el juicio se produjo sin garantías.
Todo se ha intentado para desprestigiar al tribunal. Empezando por investigar las cuentas corrientes de su presidente, Manuel Marchena, e interviniendo en su correo y sus llamadas de forma subrepticia, operación de la que no está muy lejos una unidad de élite de los Mossos.
Lo que se trataba de demostrar era que Marchena era un franquista, o bien que mantenía contactos políticos inconfesables. Todo ello en vano.
Ni los abogados más alineados con las tesis de sus clientes han podido cuestionar la profesionalidad de los magistrados y la capacidad de defensa, lo que no significa que la sentencia no sea recurrida al Tribunal Europeo. Quedan para la historia las lágrimas de Jordi Pina en el alegato final de Josep Rull.
La tesis del juicio político ha quedado arrumbada por los hechos. Por tanto, ahora sólo queda crear el clima para la traca final: la sentencia.
Los magistrados tienen ya revisados los hechos probados, los fundamentos de derecho. El proceso ha sido troceado y discutido por bloques. El presidente del tribunal afina ya los últimos retoques de la sentencia, que se ha venido debatiendo en secreto en sesiones plenarias desde que concluyó el juicio oral.
Hay consenso, se descarta que pueda haber votos particulares
Hay consenso, las fuentes consultadas creen que será una sentencia sin ningún voto particular. Y no debería haberlo en un asunto tan crucial, no sólo para el prestigio de la Justicia sino para la credibilidad de nuestro estado de derecho. La creencia de que los jueces se dejan llevar por su ideología naufraga aquí de forma estrepitosa. En los debates sería casi imposible saber quién simpatiza más con tesis progresistas y quién con las conservadoras.
La Fiscalía, no sin debate, calificó los hechos como un delito de rebelión, en un trabajo en el que han destacado Javier Zaragoza y Consuelo Madrigal.
¿Qué hará el Tribunal? Los jueces se han conjurado para evitar filtraciones. Pero, por lo que he podido saber, la mayoría se inclina más hacia calificaciones menos severas, como la sedición o la conspiración para la rebelión. Aún en ese supuesto, las condenas serán duras (más de diez años a los máximos responsables) e irán acompañadas de la inhabilitación para ejercer cargo púclico.
Veremos cuando se haga pública (no habrá lectura pública de la misma, que se comunicará personalmente a cada procesado) lo que ocurre.
Como decía al principio de este artículo. Esa será la prueba de fuego para comprobar la fortaleza del independentismo, para saber si son capaces de paralizar -como pretende Torra- Cataluña.
Aunque no hay filtraciones, parece que el tribunal se inclina por los delitos de sedición o conspiración para la rebelión. No rebelión, como estima la Fiscalía
ERC se pondrá de perfil. Participará en la movilización pero pensando en que pase lo antes posible. Sus planes no pasan por la insurrección, sino por ganar las elecciones e iniciar un proceso de acercamiento al nuevo gobierno, con casi toda seguridad presidido por Pedro Sánchez.
El PDecat está dividido y no es probable que aporte gran energía a la furia en la calle. La bronca quedará circunscrita a sectores minoritarios de esos dos grandes partidos, además de la CUP, ANC y los CDR, que tienen previstos numerosos actos de sabotaje.
La sentencia de Supremo supondrá, por tanto, el punto y final a una etapa de nuestra historia. De su solidez, de sus argumentos, dependerá en gran medida que el independentismo pierda de manera definitiva la credibilidad internacional que todavía conserva.
Se inaugurará una nueva etapa para Cataluña y también para España, en la que, tras la Justicia, le llegará el turno a la política.
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