La relación entre el poder y los medios de comunicación ha sido siempre un tanto particular. Se puede resumir en unas pocas palabras: que pase lo que tenga que pasar, pero que sea a oscuras, a escondidas o que no cante demasiado. Es la propia del lenguaje de las flores, la de la moral victoriana, que procura que en la esfera pública se obvie lo que ocurre en los cenáculos y en los dormitorios. En esta España nuestra, existen buenos ejemplos de este particular concubinato, desde en cabeceras nacionales que están participadas por las reinas de la banca hasta en esas empresas públicas puestas al servicio de los intereses particulares que son la mayoría de las televisiones autonómicas.
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