Mientras un tipo con cara acribillada y gafas de sol negras, como alguien que hubiera mandado Amedo, supuraba cera por la cuarta fila, Juan Luis Cebrián decía que nunca había tenido poder. Creo que sólo yo en la sala me reí. El público, muy como de concierto de Aute, gente con la barba blanca de leer con la vela de buhardilla de los progres con chalé, gente con mariconera o bolsa de tela o camisa a cuadros, una especie de claustro de la pana ya sin pana; el público, decía, no le vio a aquello ni la gracia ni la chispa. Era como si lo hubiera dicho un franciscano con los pies anidados por caracolillos. El poder absoluto resbalando en su sillón mientras la progresía con melenita de Krahe sigue escuchando a un santón de la libertad y la modernidad. Lo de siempre, vamos.
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