Mientras un tipo con cara acribillada y gafas de sol negras, como alguien que hubiera mandado Amedo, supuraba cera por la cuarta fila, Juan Luis Cebrián decía que nunca había tenido poder. Creo que sólo yo en la sala me reí. El público, muy como de concierto de Aute, gente con la barba blanca de leer con la vela de buhardilla de los progres con chalé, gente con mariconera o bolsa de tela o camisa a cuadros, una especie de claustro de la pana ya sin pana; el público, decía, no le vio a aquello ni la gracia ni la chispa. Era como si lo hubiera dicho un franciscano con los pies anidados por caracolillos. El poder absoluto resbalando en su sillón mientras la progresía con melenita de Krahe sigue escuchando a un santón de la libertad y la modernidad. Lo de siempre, vamos.

Cebrián, atortugado en las arrugas de su camisa, como un viejo capo, ya no necesita ni compostura ni protocolo, ni enseñar su poder como un mago con medallón o un rico con coche ninja. Yo, por supuesto, iba a ver a Cebrián. A su lado, Iglesias, el leninista con piscina de riñón, es un pardillo. Un pardillo que quería asaltar los cielos y al que le vacilaba un señor que puso allí de verdad su letrerito y su suela, como un bailarín de Hollywood. Ahí, como acigüeñado en el sillón, uno de los hombres más poderosos de la democracia decía que nunca había tenido tanto poder, aunque lo tuvo casi tanto o más que Felipe. Felipe recolectaba, pero era Cebrián, desde Prisa, el encargado de ilustrar y entretener al españolito, hasta llevarlo al chiste de Guerra o al amor de bolero de Felipe.

Felipe y Cebrián trajeron una manera cómoda de ser de izquierdas, modernos y guais, que no ha sido superada. El español no va a cambiar eso por ninguna revolución de potajes neocomunistas

Felipe, ya lo dijo Cebrián una vez, no trajo a España el socialismo, sino la Ilustración. En este acto dijo que Felipe había hecho “la Revolución Francesa”, que aporta un poco mas de púrpura de sangre quizá. Y Cebrián era el librero, el enciclopedista, el escriba entre el faraón sevillano, los dioses y el pueblo, el propagandista de aquella revolución que por fin podía hacer España. Él y Felipe fueron los que diseñaron esta España. No, como dicen los podemitas, los franquistas. Los franquistas estaban amojamados en sus banderas de etiqueta de queso y ramito de la Virgen. Todavía les asustaban el divorcio y el tobillo, sobre todo a algunos militares. Entonces nos dieron un nuevo santo, Felipe, y una nueva Biblia, El País. Y así fue cómo a España no la conoció ni la madre que la parió.

Pablo Iglesias iba allí a hacer de contrapunto o a hacer juventud, como una majorette. El libro que se presentaba, un libro con prosa de teleserie de José Coronado, obra de un periodista y escritor por parte de padre, va justo sobre eso. El libro quiere ser una “novela generacional”, sobre cómo chocan y dialogan dos generaciones. Eso sí, por la izquierda. Porque la derecha no tiene generaciones, sólo herencia. Un viejo socialista contra un podemita, en ese conflicto se quiere resumir la historia del país y se sigue queriendo resumir nuestro futuro. Ese diálogo es el que se quería representar, para que lo ganara otra vez el viejo socialista, el PSOE que, como dijo Iglesias, sigue siendo el de Prisa (para eso está, alma de cántaro). Iglesias, hablando de nuevo de las cloacas, de los hombres poderosos en las sombras venecianas del poder o del Monopoly, de los medios y las compañías gaseras que quieren destruirlos (cuando no se están destruyendo ellos mismos), sólo hacía el discurso de la izquierda esquinera que sigue siendo esquinera, por supuesto, porque Felipe y Cebrián trajeron una manera cómoda de ser de izquierdas, modernos y guais, que no ha sido superada. El español no va a cambiar eso por ninguna revolución de potajes neocomunistas, y eso es lo que sabe Cebrián como lo sabe Pedro Sánchez. De ahí la silenciosa y distante sabiduría, y hasta conmiseración, que se le notó a Cebrián durante todo el acto.

Ahí, como acigüeñado en el sillón, uno de los hombres más poderosos de la democracia decía que nunca había tenido tanto poder, aunque lo tuvo casi tanto o más que Felipe

Felipe y Cebrián trajeron, ya saben, la Ilustración. Esa Ilustración necesitó sus suciedades y sus guillotinas, pero cuando uno está salvando un país de un pozo de brea y curas que dura siglos, esas cosas son lo de menos. A Cebrián lo destrozaron todos los que rompían con él. Me acuerdo de Umbral, o de Martín Prieto. Cebrián trajo la Ilustración y luego tapó la corrupción y el crimen de Estado poniendo en las portadas muslos de señoras y el ventilador de cagadero para los enemigos de Prisa, de Felipe, a los que llamaban “el sindicato del crimen”. Umbral le llegó a decir a Cebrián, si no recuerdo mal, que por qué no sacaba a Juan Guerra enseñando el muslo. Cebrián, el “arcángel rubio” de las redacciones que describía al principio Umbral, luego fue ya consejero, empresario, factótum o demiurgo que unía los amaneceres de cortinilla de El País con las largas noches de la Bodeguilla en La Moncloa y se fumaba esqueletos en puros. Así construyeron un país donde, ya saben, el que se movía no salía en la foto.

No hay conflicto generacional, sino la constante histórica de la izquierda pura y la socialdemocracia. El pragmatismo se impone al dogma. Se lo ha enseñado Sánchez a Iglesias y, en este acto, y casi sin hablar, sólo resultando esponjosamente cínico, Cebrián se lo volvió a recordar a Iglesias. El acto no tenía más para enseñarnos que esto, así que fue aburrido, y el libro sólo parece un dramita familiar para gente de izquierda que no se da cuenta de que ellos no tienen generaciones, sino sólo herencia. Al final, igual que la derecha.