Cuando se van a cumplir dos años del referéndum ilegal del 1-O Cataluña vuelve al primer plano. El aniversario se prepara desde los cuarteles del independentismo como la antesala de las grandes movilizaciones que se prevén para el día en que se conozca la sentencia del procés, probablemente el próximo 14 de octubre.
El independentismo se la juega y agita el patio para demostrar que mantiene intacta su fuerza. Pero, para su desgracia, la gente tiene ya la vista puesta en las elecciones del 10 de noviembre. Y eso no le viene nada bien al movimiento. El gobierno no se puede permitir ni un gesto de debilidad porque sabe que cualquier duda en su respuesta le costaría votos, muchos votos, sobre todo fuera de Cataluña.
El espectáculo de la sesión del Parlament, en la que se aprobaron, entre otras resoluciones, la retirada de la Guardia Civil (no es una casualidad que lo primero que piden los que pretenden la ruptura de la unidad nacional sea la expulsión de la Benemérita), fue respondida de forma inmediata. La ministra Celaá no tuvo ningún empacho en afirmar tras el Consejo de Ministros del pasado viernes que, si se dan las condiciones, el gobierno aplicará otra vez el artículo 155.
El president huido en Waterloo es quizás el más interesado en generar ruido, porque cada vez hay menos gente que se acuerda de él. Hasta el CIS catalán reconoce que el apoyo a la independencia disminuye y mucho más el respaldo a la llamada "vía unilateral". La detención de un grupo perteneciente a los CDR y el ingreso de siete de sus miembros en prisión acusados de terrorismo tampoco ayuda a crear buen ambiente de cara a una movilización cuya seña de identidad ha sido su carácter pacífico.
No corren buenos tiempos para los independentistas. Mientras que Quim Torra llama a la desobediencia, retira la pancarta de apoyo a los presos de la sede de su gobierno antes de que lo hicieran los Mossos, siguiendo una orden judicial.
Torra se muestra testarudo a la hora de retirar los lazos amarillos, pero no es por amor a la causa, sino porque sueña con una inhabilitación que le convertiría en un héroe... sin entrar en prisión.
Dice Carlos Marx en el 18 brumario de Luis Bonaparte (1852): "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se le olvidó agregar que una vez como tragedia y la otra como farsa".
Torra, en efecto, es un personaje de opereta que ni siquiera le llega a la cintura a su mentor, por cierto un aventado como Carles Puigdemont.
Dos años después ya nadie cree que la independencia esté al alcance de la mano. Puigdemont se ahoga en Waterloo, Torra busca su inhabilitación y Trapero espera con angustia el juicio por rebelión
Hoy nadie, ni siquiera el ex molt honorable, cree que se pueda repetir una aventura como la que tuvo lugar en Cataluña en los meses de septiembre y octubre de 2017 y que llevó a la declaración unilateral de independencia y a la consecuente aplicación, por primera vez en la historia, del artículo 155.
La mayoría de los héroes de aquellos sucesos han sido arrojados a la papelera de la historia y tan sólo los presos siguen sirviendo de argamasa para un movimiento cada vez más dividido y resquebrajado.
¿Quién se acuerda ya del mayor Trapero? Su papel fue esencial para que se pudiera celebrar el referéndum ilegal. Elevado al cargo de mayor por Puigdemont, se convirtió durante unos meses en una especie de superpolicía adorado por el independentismo, que se permitía chulerías como las de aquel: "Bueno, pues molt bé, pues adiós", para despedir a un periodista que le pidió que hablara en castellano en una rueda de prensa sobre los atentados de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils. Se hicieron camisetas con aquella frase e incluso se le llegó a incluir en una encuesta como posible alcalde de Barcelona.
La figura del mayor representa con crudeza lo que significó aquel golpe frustrado contra la democracia. Ensoberbecido por su popularidad y por el apoyo que le daba el president Puigdemont, Trapero creyó que su simulación durante el 1-O de que estaba cumpliendo la orden judicial de impedir el referéndum le iba a salir gratis.
Pero cuando fue destituido y, posteriormente, imputado por rebelión por la juez Lamela, las cosas cambiaron. Su testimonio ante el Tribunal Supremo le valió la calificación de "traidor" por los sectores más recalcitrantes del independentismo. Trapero no sólo dijo que avisó a Puigdemont de que habría violencia durante el 1-O en una reunión mantenida en la sede de la Generalitat el 28 de septiembre, sino que, sin que nadie se lo preguntara, declaró que tenía un plan para detener al presidente de la Generalitat.
Aunque sigue cobrando su sueldo íntegro (unos 7.000 euros brutos al mes), Trapero vive angustiado por su futuro. El juicio oral en la Audiencia Nacional, en el que se le acusa de un delito de rebelión, comienza el próximo 20 de enero. Repudiado por el independentismo y por el constitucionalismo, super Trapero repasa ahora los hechos que le pueden llevar a prisión durante muchos años en un pequeño despacho en una de las dependencias del cuerpo policial autonómico.
Dos años después de aquel 1-O mal gestionado por el gobierno y explotado hasta la nausea por el independentismo, la independencia ya no es algo que esté al alcance de la mano, sino una aspiración que necesariamente hay que aplazar por falta de quórum.
La tragedia que vivió Cataluña y España aquellos días ha devenido en farsa. Los protagonistas de aquel loco e improvisado pulso al Estado sólo han generado frustración entre sus seguidores y división en la sociedad catalana. No ha sido sólo la fortaleza del Estado la que los ha derrotado sino la inoperancia y el aventurerismo de sus líderes. El aniversario del 1-O y la respuesta a la sentencia del Supremo son un mero problema de orden público del que incluso los promotores de la revuelta están deseando pasar página.
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