Hasta hace pocos meses, aunque ahora eclipsados por el Bréxit y las performances de Donald Trump, dos de los principales leitmotivs de la prensa financiera y de las conversaciones informales sobre economía eran los de discernir si estábamos siendo testigos de la formación de una burbuja financiera en los mercados de renta fija y si éramos capaces de predecir el momento de su pinchazo.

Durante trimestres ultraexpansivos y en medio de un experimento monetario concertado a nivel global, legiones de economistas defendían su peligrosa formación y alertaban de su explosión con el mismo ímpetu y severidad con el que a sensu contrario se pronunciaban sus negacionistas valedores de la “new normal” económica del signo de restar y del modelo de economía japonesa.

Cabe recordar que la existencia de nuestra propia burbuja patria (la inmobiliaria) fue también ninguneada por una muy numerosa tropa de economistas y analistas oficiales. También por el statu quo con Emilio Botín a la cabeza, que en 2007 aseveró "que no habría crack ni burbuja inmobiliaria". Pero, antes de opinar al respecto, conviene aclarar conceptos.

Una burbuja financiera es un fenómeno que se produce en los mercados y que se caracteriza por una subida anormal y prolongada del precio de un activo o producto, de forma que dicho precio se aleja cada vez más del valor real o intrínseco del mismo. Han sido profusamente estudiadas por diversas ramas de la ciencia (economía, sociología, psicología, neurociencia, etcétera) sin haber sido posible aún establecer las causas de su formación.

Las burbujas surgen en mercados especulativos pero también en escenarios racionales sin incertidumbre y, lamentándolo mucho, son identificadas a la perfección solamente cuando estallan. De hecho las burbujas lo son en tanto que estallan. Previamente son una mezcla de precios irracionales y  comportamientos masivos insensatos combinados con indicadores de riesgo diversos.

Las burbujas se han formado en todo tipo de activos y la renta fija no ha podido ser la excepción

Los ejemplos históricos de burbujas son numerosos: tulipomanía (especulación con los tulipanes holandeses en el siglo XVII), burbuja de la Compañía de los Mares del Sur en 1720 (Isaac Newton se arruinó en este episodio), crack de 1929, burbuja financiera e inmobiliaria en Japón, crisis financiera asiática, burbuja puntocom, crisis económica de 2008, burbuja inmobiliaria en España, etcétera.

Un auténtico baño de burbujas a lo largo y ancho de tiempos y geografías diversas con la común característica de que nadie supo identificarlas y las consecuencias fueron la destrucción de una gran cantidad de riqueza y un malestar económico continuado y persistente en años posteriores hasta poder alcanzar de nuevo niveles de renta y riqueza previos a su ocurrencia.

Las burbujas se han formado en todo tipo de activos (renta variable, materias primas, inmuebles, etcétera…) y la renta fija que ni estaba ni se la esperaba en la burbujeante lista, no ha podido ser la excepción.

Las políticas ultraexpansivas de los bancos centrales han disparado el apetito por los activos de riesgo entre los inversores. Los bonos corporativos de baja calidad ya no es que paguen el interés mínimo de su historia sino que la balanza ya se ha decantado hacia emisiones con tipos negativos a lo largo y ancho del planeta en una vuelta de tuerca adicional que nos acerca más y más hacia una explosión de consecuencias incalculables, de esas que no hacen prisioneros.

Las rentabilidades de un buen puñado de bonos soberanos mundiales, con los europeos a la cabeza han ido retrocediendo sin remedio en el  territorio de los rendimientos negativos, cebando el delicado equilibrio de una burbuja en busca de su explosión. La situación se ha extendido en EEUU, en Australia y también hasta en algunos emergentes.

El apetito provocado por la falta de alternativas inversoras, la precaución ante opciones con mayores riesgo y una permanente esperanza de que la cosa acabe más o menos bien deriva sin remedio a océanos de liquidez del mercado, hacia compras que hasta hace poco habrían sido calificadas como absurdas o cuasi inverosímiles.

El entorno de bajos tipos de interés y la búsqueda desesperada de rentabilidad de particulares y especialmente instituciones financieras –léase fondos de pensiones, fondos de inversión, compañías de seguros, etcétera– no hacen más que engordar la tan traída y llevada burbuja. La burbuja nunca se ha ido pero es que ahora se está ampliando.

Por otra parte, cada vez hay más emisiones de baja calidad de empresas y proliferan de nuevo los productos financieros complejos, como antes de la crisis. Incluso de cédulas hipotecarias. Son indicadores cuanto menos inquietantes.

Hay cada vez más emisiones de baja calidad de empresas y proliferan los productos financieros complejos, como antes de la crisis

Como comentaba más arriba, las opiniones están claramente divididas con economistas y analistas que por optimismo impenitente niegan la mayor y por recalcitrantes pesimistas que afirman que no es que se esté formando una burbuja, sino que ya hace años que estamos inmersos en ella.

Con estos mimbres es difícil posicionarse de forma radical con uno u otro bando. Personalmente opino que estamos ante una burbuja al límite de su presión interior que hay que reconducir para que no estalle. No estamos frente a meros desajustes de valor que por arte de magia vayan a corregirse sin mayores consecuencias sino ante una bomba de relojería que habrá que desactivar a base de subidas controladas de la rentabilidad.

Las espoletas que pueden activar la tragedia pueden ir desde el impago de algún gran emisor de bonos high yield, una mejora de datos económicos por crecimientos inesperados, repuntes inflacionarios no descontados, venta masiva de treasuries estadounidenses por parte de una China superada de paciencia ante un Trump cada vez nás caótico o una pérdida de credibilidad por agotamiento generalizado de las políticas de los bancos centrales. Sin descartar alguna causa (la más probable) que no podamos ni aún imaginar.

Toda burbuja contiene en su interior la razón última de su estallido y esta probablemente no sea una excepción. La burbuja de bonos actual contiene en su interior la aguja que la hará estallar por sí misma aunque seamos incapaces de ponerle nombre y apellidos.

Personalmente creo que nos encontramos ante uno de los mayores riesgos a los que se enfrentan los mercados financieros y, en definitiva, la economía mundial.

Y aunque como don Antonio Machado, yo también amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón – que es como parecen estar la economía global y la renta fija en particular– espero que no seamos testigos de la súbita explosión de la maldita burbuja, pues esta vez sería planetaria y de consecuencias extremadamente complejas de revertir. La burbuja final y no por ser temporalmente la última, sino como el postrero estertor de una economía al límite de sus posibilidades.


Carlos de Fuenmayor es consejero senior en Axa Exclusiv