Pedro Sánchez reparte PER en Jaén y ya suenan por ahí las “pitas, pitas” que decía Esperanza Aguirre, señora de cocinera con gallina viva. Sánchez reparte y promete según necesidad, a los pensionistas les promete pensión y a los pobres les promete pobreza. Aliviada, pero pobreza. Como todo el socialismo andaluz o universal. Aun así, yo no puedo hablar de mi gente como animales de cebo, que lo eran para la marquesa del chotis y lo son para Sánchez igualmente. Al lugar de la pobreza se puede venir con desprecio y se puede venir con limosna. Al final, ni la casta aciaga de los marqueses de zahón y casino, ni la otra casta de los socialistas también de zahón y casino, han conseguido que Andalucía deje de tener la pobreza como sed. Por eso pueden venir a calmarla así de fácil los políticos de fiesta o de compra, haciendo tintinear el búcaro y salpicando los brocales, como señoritas de harén ante secos beduinos. Yo no puedo hablar del PER a la ligera. No sin olvidarme de mi padre. O de mí mismo.
A veces, la canasta de la comida estaba allí, por la tarde, en la cocina atravesada de una luz de sábanas hervidas y cal saltada, la canasta con su mimbre fuerte y su campo dentro, como un nido de pájaros. Yo la veía y ya sabía que mi padre había llegado de la viña. Mi padre se llevaba la comida en esa canasta como si devolviera la naturaleza a la naturaleza, como si en vez de comer él, fuera a dar de comer a un pacífico y salvaje fauno entre las cepas. Después de alimentar a la naturaleza con sus manzanas de padre y su sangre de padre, él llegaba y dejaba en la cocina la canasta, la navaja y un olor a aceite y a pico de pan y a sarmiento verde. Dejaba la canasta allí para que el sol del tendedero, del duralex y de mi madre cantando hiciera crecer el campo otra vez en ella. En la canasta renacían el campo y la fruta, y a la mañana siguiente iba mi padre a devolver lo crecido, por donde tocara, por Sanlúcar o por Jerez o por Trebujena, o en el cachillo de tierra de barro que nos dejó el abuelo.
Sánchez reparte y promete según necesidad, a los pensionistas les promete pensión y a los pobres les promete pobreza
A veces la canasta de la comida estaba allí, y otras veces no. Estaba durante semanas y luego faltaba durante meses, y yo pensaba que quizá el campo se moriría sin la comida y sin la sangre de mi padre. El campo parecía no necesitar a mi padre durante mucho tiempo, mi padre que estaba más libre o más triste durante esas temporadas, con sus ojos grises enamorados, melancólicos de campo, como sus manos. Hasta que la forma del sol o de la vajilla o la canción de mi madre o de los jilgueros volvían a poder amasar más campo para el campo, y la canasta volvía a aparecer allí en la mesa, y mi padre volvía a salir temprano con ella, antes de que yo lo pudiera ver. Mi padre volvía al campo, a hacer vivir al campo, a hacerse vivir a él, a hacernos vivir a nosotros.
Mi padre dominaba todas las faenas de la viña, de las más complicadas a las más sencillas. Podar, injertar, castrar, amarrar varas, desbragar, sulfatar, vendimiar… Durante la vendimia, mi padre echaba dos peonadas, una cortando uva y otra en la cooperativa, adonde yo iba a llevarle ya un escueto e industrial bocadillo, mareándome del olor del orujo de uva, que era como tierra borracha vomitada por las máquinas. Mi padre no podía trabajar más: la peonada, el ratillo luego en el campo del abuelo, aquellas 16 horas durante toda la vendimia… Era el campo el que no daba más horas. La viña tenía sus temporadas, simplemente, y mi padre no se iba a hacer ingeniero después de haber estado trabajando en lo mismo desde los 14 años.
En aquellas temporadas en las que la canasta no se veía sobre la mesa, en las que estaba fabricando el campo dentro de sus trenzas de mimbre, como una niña fabrica una mariposa en el pelo; en aquellas largas temporadas, en fin, no teníamos nada. Luego, al menos tuvimos el PER. Así que, ya ven, yo no puedo hablar del PER a la ligera. Un trabajador de la viña, un especialista que conozca todas las faenas, puede echar 100 peonadas al año. Y no hay más. No había más, ni en la viña ni en otro sitio.
Los políticos siguen yendo a Andalucía con migajas porque Andalucía nunca pudo tener otra cosa que migajas. No le dieron otra cosa
En la Andalucía desindustrializada por el garrochista o por el político, campeona del paro, simplemente no había más. En muchos lugares, ya sólo estaba el PER o emigrar. O ahorcarte en una higuera, para seguir siendo campo en la muerte como lo habías sido en la vida. Sin el PER no sé si yo podría haber estudiado. Y no sé si tendríamos aún vino o aceite o tomates. O si existirían esos lugares en los que no había otra cosa que vino o aceite o tomates. Así que yo no hablo a la ligera del PER ni hago chistes con gallinas.
Los políticos siguen yendo a Andalucía con migajas porque Andalucía nunca pudo tener otra cosa que migajas. No le dieron otra cosa. Con las migajas y la política también llegaron los pillos, claro. Pero a los pillos no lo inventaron en el campo andaluz, ni siquiera los inventó Solchaga, que ya es decir. Yo sólo recuerdo la serena dignidad de mi padre, cuando había trabajo y cuando no lo había. La que sigue teniendo cuando mira las viñas por la carretera, igual de enamorado, igual de melancólico, igual de urgente, como si todavía le quedara un liño interminable por podar. Así que me permitirán que hoy no le dé la razón ni a Sánchez ni a una marquesa.
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