Con motivo de la reciente liberalización de los mercados de las telecomunicaciones, se puso de moda un prestigioso y muy citado artículo científico firmado en 1982 por el insigne economista schumpeteriano William Baumol con  el título Constestable Market and the Theory of Industry Structure

En esencia, el autor sostiene que una estructura oligopolista o incluso monopolista puede resultar positiva siempre que sea libre la entrada y salida en dicho mercado; es decir, que ni la regulación, ni la autoridades, ni prácticas defensivas ilegales de los agentes “incumbentes” del mercado pongan obstáculos a la libre competencia.

La teoría de Baumol viene a decir que si la posición dominante de una empresa en un mercado se debe a la imbatibilidad -en libre competencia- de sus productos y servicios por precio y calidad, ello significa que de cara a los consumidores es la mejor opción posible…. hasta que otra empresa demuestre lo contrario. La experiencia histórica ha venido demostrando que los monopolios que resultan del libre mercado –en absoluto los debidos a decisiones políticas– suelen terminar vencidos por la destrucción creativa de la innovación.

Está sobradamente demostrado que el crecimiento del tamaño empresarial se ve constreñido por sindicatos, hacienda, absurdas regulaciones y todo tipo de incontestables obstáculos

También sabemos que la prosperidad y el éxito de las naciones a lo largo de la historia se ha sustentado en la innovación –principalmente, pero no solo- tecnológica y que el fracaso económico comunista y de pretéritas culturas como la china se debió al sometimiento de la creatividad humana al poder político, que la extinguió.

Está muy estudiado -y hasta, por perspicaz intuición, suele ser defendido abiertamente por Felipe González- que la prosperidad de las naciones está muy relacionada con el libre cuestionamiento de los estatus quo: si EEUU sigue siendo –y cada vez más respecto a Europa- el país más rico, gracias sus mayores y persistentes tasas de crecimiento de la productividad, es porque la renovación de sus sectores empresariales es mucho más viva y frecuente que en Europa.

Viene al caso todo lo dicho porque el crónico estancamiento de la productividad de la economía española y  nuestro consecuente débil crecimiento económico están directamente relacionados justamente con el muy escaso dinamismo y renovación de nuestros tejidos productivos.

En España, infinidad de regulaciones y prácticas consuetudinarias protegen estatus quo empresariales que en presencia de una libre competencia dejarían de existir para ser sustituidos  por nuevas empresas más innovadoras y eficientes que mejorarían la productividad y con ella los salarios y el crecimiento económico.

¿De qué prácticas hablamos? He aquí un pequeño listado –la realidad es muchísimo más extensa- de ejemplos que impiden contestar -en lenguaje baumoliano- los intereses creados:

  • Los convenios colectivos sectoriales, mediante acuerdos de las empresas con los sindicatos, regulan las condiciones de trabajo: categorías profesionales, salarios, horarios, etc, que resultan obligatorios para cualquier nueva empresa que quiera operar en dicho sector. Toda una barrera a la libre competencia que hace imposible la renovación de los tejidos productivos. Esta cartelización -de origen fascista- muy querida por los socialistas de todos los partidos beneficia a los agentes del sector a costa de perjudicar a todos los demás, la inmensa mayoría. Ni que decir tiene que los sectores más eficientes, productivos y exportadores de España, como el automóvil y la alimentación, no están sometidos a convenios sectoriales. Los que sí están son menos eficientes y se encuentran a su vez protegidos de la competencia internacional.
  • Las empresas más grandes de España se caracterizan por pagar con mucho retraso a sus proveedores –ostentan el liderazgo mundial–, lo que dificulta injusta y gravemente la vida de las PYME obligadas a financiar a aquellas. Por lo visto, a los socialistas de todos los partidos les parece bien este estatus quo, ya que nada hacen –de verdad- para eliminarlo.
  • Aunque -en contra de opiniones infundadas- crear una empresa es más ágil y barato en España que en la mayoría de países, su puesta en marcha es muy problemática por la gran cantidad de obstáculos administrativos que sufren; y cerrarla, aún mucho más e incluso –a veces– imposible.
  • La competitividad de una economía debe mucho a la dimensión empresarial, ya que la innovación y la exportación –factores esenciales de aquella- no pueden abordarse por empresas minúsculas. Está sobradamente demostrado que, en España, el crecimiento del tamaño empresarial se ve constreñido por sindicatos, hacienda, absurdas regulaciones y todo tipo de incontestables obstáculos.
  • La fiscalidad empresarial española -al contrario de la de los países más competitivos- perjudica nuestra competitividad: nuestros impuestos al trabajo y al ahorro son de los más altos de Europa mientras que los del consumo están entre los más bajos.
  • La fragmentación de un mercado, ya de por sí pequeño, en diecisiete reinos de taifas, limita severamente el éxito de las empresas, sin que nadie lo remedie.
  • Aunque con motivo de crisis anteriores se privatizaron bastantes empresas públicas, todavía quedan demasiadas a nivel nacional, mientras que se han multiplicado en las comunidades autónomas. Toda una competencia desleal de imposible contestación.
  • El capitalismo de amiguetes –lobbies, cárteles, grupos de interés, sectores económicos,..etc– que capturan la voluntad de los gobiernos para su exclusivo beneficio  y enemigos acérrimos de la contestabilidad de sus privilegios, no hace sino extenderse en contra de los intereses de la inmensa mayoría.

Se podrían añadir muchos más ejemplos, pero sólo con los descritos resulta evidente que una España abierta a la libre competencia, que pudiera contestar –sin pedir permiso- los privilegiados y protegidos intereses creados de una minoría, renovaría prácticas empresariales, innovaría y abriría enormes oportunidades de creación de riqueza a la nación.

Viene al caso recordar que a España le ha ido muy bien siempre que ha abierto su economía y la ha sometido a la ortodoxia sin trampas: Plan de Estabilización de 1959, ingreso en la UE, acuerdo de Maastricht para entrar en el sistema monetario del euro, etc.

En tiempos de fragmentación política, es una ocasión de oro para que los grandes partidos acuerden afrontar los desafíos que se acaban de señalar, salvo que sigan felices y contentos protegiendo –como han venido haciendo hasta ahora– y defendiendo la incontestabilidad de los estatus quo.