El juez Marchena, pedagógico, riguroso, paternal, evangélico, era como el San José del retablo del Tribunal Supremo, hecho todo como de una madera de alcoba o de Noé. Marchena era un santo de paciencia y de buril, que parecía tallar la ley en pequeñísimas cenefas de la sala, en precisas frases en el aire y en orondas molleras indepes, vírgenes de ley como un tocón está virgen de gubia. Más que héroe, que decían algunos, Marchena se me hacía un institutor. Era el cura de la ley que venía con crujiente sotana de la ley, lo único que cruje entre los grandes silencios de la ley, que son como los silencios de Dios. Y venía a enseñar el catecismo antes que a condenar. Era como un cura de coro, enseñando solfeo con las almas pecadoras, antes que el cura que las mandaba churruscar en el infierno o en la chimenea, junto con las trenzas cortadas de las beatas.
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