El señorito Torra se ha levantado hoy revolucionario, el señorito Torra se ha levantado hoy marquesito curil, el señorito Torra se ha levantado hoy acojonado con un gran plastón institucional o marchenesco. O el señorito Torra se ha levantado hoy indeciso, y está entre la revolución y la huevera de plata con huevo pasado por agua blanquísimo y levísimo, enfermo de decadencia o asesinado ya por el mayordomo. O está entre colgar otro gran lazo amarillo como una M de McDonald’s y mandar a los Mossos a repartir palos de mameluco a sus propios hijos de la revolución.
Se imagina uno un poco así las mañanas de escribanos y cocineras y barberos de Torra, en el como palacio arzobispal de su dignidad y su teología, con el servicio preparando la patria como las pantuflas, o la armadura con arnés de Robocop, o el saco de beato y la espada de Parsifal para ir a Montserrat como una coja de Lourdes o como un guerrero de Monsalvat (dicen algunos que pueden ser el mismo lugar). A veces, Torra es todo eso a la vez y en su palacio hay un jaleo de criadas como de palomas o de monjas, y de secretarios como mozos de cuadra, intentando que el discurso de revolucionario quepa en el bolsillo del antidisturbios como si intentaran meter a Torra en un corsé o subirlo a un poni.
Yo creo que no se entiende bien a Torra cuando anima a los CDR o felicita a los que ocuparon el aeropuerto de El Prat pero manda a los Mossos a repartirles estopa
Yo creo que no se entiende bien a Torra cuando anima a los CDR o felicita a los que ocuparon el aeropuerto de El Prat pero manda a los Mossos a repartirles estopa. Es que Torra sabe que no puede jugar uno solo al tenis, que una gran movilización de jóvenes embozados, insurrectos incendiarios y apiladores de somieres enfrentados a nada, al mármol nocturno de las pistas de aviación, al frío de botellero de los aeropuertos, a las farolas con el corazón roto de las estaciones de ferrocarril, eso no vende nada ni sirve para nada. El partido de tenis requiere revolución y reacción, libertad y represión, gente con teas y manguerazos contra ellas, la fuerza del pueblo contra la fuerza del sistema, aunque el sistema seas también tú. El bien y el mal dispuesto en su ajedrez, el lado que escoger, el lado al que odiar.
Torra, con el paternalismo de todos los nacionalistas, le da al pueblo la causa, el enemigo, el campo de batalla y hasta el toque de queda, para que el pueblo no tenga que pensar nada ni buscar nada, ni la estrategia ni la cerilla ni el reloj. Desde su alcoba como un cuarto de banderas, Torra puede mandar al pueblo a incendiar el cemento y a la policía a romperles la crisma, y cuando la batalla, el espectáculo, la naumaquia, ya va perdiendo interés y audiencia y ya ganan en la tele los tarotistas con el pelo tejido por arañas, pues con otra orden se les manda a casa. El pueblo, que confía en sus líderes, va por supuesto a volcar una máquina de toblerones como una locomotora, a recibir palos, a perder un ojo de pirata o de trampero, y luego vuelve cuando se le manda, que por algo se le habrá mandado. Torra no sólo dirige y produce todo el teatrillo, con su tipito de hombre orquesta, sino que se protege ante la ley cumpliendo suficientemente con sus obligaciones institucionales, que el miedo ya tiene otro peso tras la sentencia, con los jueces ya hechos murciélagos de piedra.
El revolucionario institucional, con su abrecartas de Richelieu, despacha lo mismo declaraciones de guerra que invitaciones a un cotillón o instrucciones al servicio
Torra, como otros, es un revolucionario institucional, que es lo normal en una revolución institucionalizada, por supuesto. El revolucionario institucional se levanta entre espejos, lozas y orinales de rey, en sus augustas cancillerías, y dispone la revolución a la vez que su cojín para el gato o para la gota. El revolucionario institucional, con su correspondencia rococó, con su abrecartas de Richelieu, despacha lo mismo declaraciones de guerra que invitaciones a un cotillón que instrucciones al servicio. Sabe que todo, al final, sirve a la casa. El revolucionario institucional manda a sus guardias contra sus mismos revolucionarios, es el antisistema de su propio sistema, cobra del Estado habiendo jurado vencer al Estado, y todo esto no es contradicción sino coherencia y planificación: es así como se calienta el castillo y se puede asar un ganso y se puede mantener la lealtad de los soldados y de la plebe. Ya decíamos que ahora toca un poco de jaleo antes de asumir la derrota y el repliegue, y si la épica, el Piolín, el ojo morado lo puedes poner tú, a qué esperar a que vengan otros.
El señorito, Torra u otro, se levanta cada día pensando qué le conviene más al negocio, si repartir pan o hambre, si el silencio o la cacerolada, si la beatería o el gamberrismo, si la sumisión o la altivez. Incluso le puede convenir todo a la vez. La plebe no entiende al señorito y cree que es incoherente o se le ha ido la olla. Nada más lejos de la verdad. El señorito se ha levantado hoy, ha mirado a sus labriegos, a sus gallinas ponedoras, a sus matarifes, a sus lavanderas, a sus bufones, a sus mandaderos, a sus esbirros y a sus tontos del haba, y ha determinado que la hacienda aún durará muchos años. Y luego se ha comido el huevo pasado por agua, pálido y traslúcido como un fantasma aristocrático, a la salud de las revoluciones o de las involuciones, que a veces rentan igual.
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