Mientras las calles de Barcelona se llenaban de manifestantes llegados de toda Cataluña, en una acción coordinada con la huelga general convocada por el movimiento independentista, el presidente del gobierno aparecía en Bruselas para dar cuenta de la cumbre de jefes de gobierno europeos que acababa de concluir.
Naturalmente, los periodistas le preguntaron por Cataluña. Pedro Sánchez mostró su perfil más institucional, constatando la fortaleza del Estado de Derecho, pero, al mismo tiempo, llamando a la prudencia. El presidente no deja nada a la improvisación, sobre todo en sus últimas comparecencias. Por ello, aunque él lo dejó caer sin forzar la voz ni el gesto, tiene tanto valor su ataque directo al presidente de la Generalitat: "Torra ha banalizado la violencia".
En su intervención, coherente con esa afirmación, dijo también que en Cataluña no hay un único pueblo, que no todos los catalanes piensan lo mismo. Los líderes independentistas, con Torra a la cabeza, siempre hablan en nombre de un único pueblo catalán. Recordemos lo que dice Jürgen Habermas: "El pueblo no es un sujeto con voluntad o conciencia. Sólo aparece de una forma plural, no es capaz de decidir ni actuar como conjunto".
Hannah Arendt habló de la "banalización del mal" para referirse a la manera en la que el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann narró durante el juicio al que se le sometió en Jerusalén su función como un aplicado funcionario... conduciendo a decenas de miles de judíos a los campos de exterminio.
El presidente de la Generalitat es un populista totalitario peligroso, que ha hecho creer a las masas que la independencia ahora sí es posible
Evidentemente, Torra no es Eichmann, ni tampoco un nazi, pero en su comportamiento se perciben los tics que conforman la personalidad de los totalitarios, sean de la ideología que sean.
No es casual que Torra se haya resistido a condenar la violencia vivida estos días en las calles de Barcelona. El presidente de la Generalitat llamó públicamente a "apretar" a los Comités de Defensa de la República (CDR) y ha criticado públicamente al estado español por la detención de nueve de sus miembros por, según la investigación, preparar sabotajes tras la sentencia del Tribunal Supremo a los líderes del procés.
La Guardia Civil, hemos sabido esta semana, tiene conversaciones grabadas de Torra con miembros de los CDR en las que les animaba a hacer cortes de carretera durante la pasada Semana Santa. Eso sí, les pidió que levantaran las barricadas en la operación retorno, cosa a la que accedieron.
Torra coquetea con la violencia porque, en el fondo, la considera necesaria, siempre hasta cierto punto, para lograr sus objetivos.
No habría de extrañarnos. El Torra president, molt honorable, es el mismo que escribió en el diario digital El Mon (19 de diciembre de 2012) aquello de las "bestias con forma humana" para referirse a los que no hablan catalán: "Hay algo freudiano en estas bestias -decía en su artículo-. O un pequeño bache en su cadena de ADN ¡Pobres individuos!" La xenofobia es una constante en este agente de seguros con ínfulas de intelectual. He aquí otra de sus perlas: "Aquí hay gente que ya se ha olvidado de mirar al sur y vuelve a mirar al norte, donde la gente es limpia, noble, libre y culta. Y feliz" (publicado en El Singular Digital el 13 de noviembre de 2008). Su estancia en Suiza dejó huellas profundas en su cerebro.
Torra no es una rara avis, sino el producto de un proceso de deterioro de la clase política independentista catalana. Durante muchos años esa misma clase cerró los ojos al latrocinio organizado por la familia Pujol. Lo sabían, lo intuían, pero se lo perdonaban, porque la causa está por encima de cualquier otra consideración.
Huérfanos del gran líder, ensayaron con Artur Mas, que, para hacerse perdonar la etapa en la que se hacía llamar Arturo, dio un salto en el vacío al querer forzar al gobierno a conceder a Cataluña la gracia de un referéndum de autodeterminación. Mas salió trasquilado y su sucesor, Carles Puigdemont, fue el resultado del pacto entre el independentismo más cerril y los antisistema de la CUP. Antes de eso, Puigdemont era un don nadie en su partido (CiU). Pues bien, Torra es su vicario.
En ese descenso a los infiernos del nacionalismo catalán, siempre entroncado con la burguesía bien pensante, hemos llegado a la situación actual, en la que ya no mandan los políticos, sino las masas, llámense ANC, Òmnium o los CDR.
Torra y los irresponsables que le acompañan -los líderes de ERC no son menos culpables aunque ahora estén asustados con el monstruo que han ayudado a crear- han alimentado entre sus seguidores la idea de que la independencia es posible, que lo que ocurrió en 2017 no fue más que el primer ensayo.
Han llevado, con una perfecta organización, a decenas de miles de personas a Barcelona como una demostración de fuerza. Algo a lo que los totalitarismo recurren por sistema. Y han puesto en peligro no ya la convivencia, sino la seguridad de muchos catalanes que miran lo que está pasando en Barcelona con miedo, con desesperación.
Ante esta peligrosa deriva, gran parte de la clase dirigente catalana se ha sumado a una ola que terminará por arrollarlos. Decía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo: "La alianza temporal de la élite y el populacho se basó en ese genuino placer con el que la primera veía al segundo destruir su respetabilidad".
Vivimos esos momentos dramáticos, en los que, a veces, salta una chispa que cambia el curso de la historia. Mantener la cabeza fría no tiene que ser incompatible con utilizar todos los medios del Estado de Derecho para que la ley y el orden se reestablezcan en Cataluña.
Ya sabemos, dolorosamente lo hemos aprendido durante el siglo XX, adónde nos llevan esos predicadores que hablan en nombre del pueblo, que ponen al pueblo por encima de las leyes y las instituciones. Las sonrisas se han tornado en llamas.
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