Nos pasa a los que observamos el Brexit desde que Boris Johnson derribó a Theresa May como al personaje de Bill Murray cuando se despierta en Japón con jet-lag. La cosa ya era difícil de entender, pero con la dislocación espacio-temporal que causa el primer ministro a uno se le va poniendo esa carita que a Murray le queda tan bien en la carátula de la película: uno no sabe qué está pasando, ni dónde está ni, desde luego, a dónde va. 

Así las cosas es mejor empezar por el final, que tiene la ventaja de caer cerca y bucear en la perplejidad desde ahí.

Boris ha llevado al Parlamento lo que parecería un refrito del acuerdo que él mismo contribuyó a tumbarle a Theresa May, si no fuera porque el acuerdo de Boris plantea el troceamiento – simbólico, a fuer de alguno – de la soberanía nacional británica por vía de establecer una frontera aduanera entre el Ulster y el resto de Gran Bretaña – y así lo reconocía, entre otros,  Jacob Rees-Mogg en la BBC el pasado jueves.

Tiene su aquel, porque supone que uno de los más ardientes defensores de la supremacía del Parlamento de Londres sobre el Reino Unido está dispuesto a ceder a Dublín por vía de Bruselas parcelas de soberanía nacional que no consiguieron arrancar de ese mismo Parlamento varias décadas de terrorismo y guerra civil de baja intensidad en Irlanda del Norte. Y, mucho ojito al detalle, sin que eso se lo haya pedido nadie.

Rees-Mogg está entre los que opinan que esa partición de la soberanía nacional británica es puramente simbólica y se olvidan de que la idea misma de la soberanía es, en gran medida, simbólica

Rees-Mogg está entre los que opinan que esa partición de la soberanía nacional británica es puramente simbólica y se olvidan de que la idea misma de soberanía es, en gran medida, simbólica. 

Y de ahí, en parte, la oposición frontal de los unionistas norirlandeses, liderados por Arlene Foster – basta verla en las fotografías de estos últimos días para hacerse una idea de cómo ha sentado el plan de Boris entre aquellos que todavía tienen fresco eso de mirar los bajos del coche antes de meter la llave en el contacto por defender, entre otras cosas, determinados símbolos. Esta oposición además no se debe solo a la frivolidad jurídico-constitucional de Johnson.

Para rematar el experimento y desatascar la situación, el primer ministro propone que sea la Asamblea de Irlanda del Norte la que vote cada cuatro años si mantenerse en el limbo soberano o retornar plenamente a Reino Unido.

Como la Asamblea de Stormont estaría dividida por la mitad entre católicos y protestantes, si no llevara dos años suspendida porque ambas mitades no se ponen de acuerdo ni en el precio de los sellos, figúrese el lector qué puede pasar cuando Westminster deje caer la patata caliente sobre cabezas de por sí propensas a la erupción pirotécnica – y sobre disputas, en buena medida a estas alturas estrictamente, es bueno insistir,  simbólicas. 

Decíamos arriba que Boris ‘derribó a Theresa May’ porque no se puede escribir ‘llegó al poder’ o ‘empezó a gobernar’ sin faltar a la verdad. Sea lo que sea que Boris está haciendo ‘gobernar’, o lo que viene siendo ‘ejercer el poder’, no está entre los descriptores disponibles para un primer ministro que se las ha arreglado para no aprobar ni una sola iniciativa significativa en la mayor crisis vivida en la historia reciente de su país.

Residir en Downing Street hasta arreglárselas para convocar unas elecciones en las que poder acusar al Parlamento de obstruccionismo se parece mucho más a lo que presenciamos.

Boris sabía perfectamente que los unionistas norirlandeses jamás votarían por recibir un trato diferenciado de Gran Bretaña, como llevan repitiendo desde el referéndum

Boris sabía perfectamente que los unionistas norirlandeses jamás votarían por recibir un trato diferenciado del resto de Gran Bretaña, como llevan repitiendo desde el día mismo del referéndum, en el que votaron por mantenerse en la UE porque ya se veían venir algo así; se lo repitieron a Theresa May – y eso que la May siempre manifestó que no iba a jugar con la soberanía nacional del Reino Unido – y lo han venido repitiendo desde que Johnson, del que nunca se han fiado, se instaló en Downing Street. 

Lo lamentable es que todo apunta a otro ciclo electoral plagado de demagogia de la peor especie. En realidad, las opciones ante los británicos siguen siendo tres.

La primera es preservar la supremacía del Parlamento como depositario de la soberanía nacional – y, por tanto, la libertad de comercio de los británicos. Esta opción, que es ética y políticamente admirable, tiene el desagradable efecto práctico de que provocará, con certeza, una gravísima crisis económica y, con mucha probabilidad, un retorno a la violencia en el Ulster. Se trata aquí de sacrificar el bienestar material ante principios políticos.

La segunda es sacrificar los particulares del andamiaje constitucional británico transformándolo en uno más asimilable a sus equivalentes continentales – introduciendo, por ejemplo, un texto constitucional unificado que limite expresamente los poderes del Parlamento – que es en lo que estaban en el Reino Unido, pero por la puerta de atrás y hurtándole a un electorado que sabían escéptico un debate genuino, cuando a David Cameron se le escapó la situación de las manos.

Lo malo de esta opción es que buena parte de la opinión pública británica – por motivos perfectamente legítimos – no está dispuesta a aceptar semejante sacrificio político en aras de un bienestar material que, con la Gran Recesión aún fresca en la memoria tampoco parece asegurado en ningún caso. 

La tercera opción es una versión camuflada de la solución que representa Noruega. A saber, salir de la UE y buscar un acomodo económico preferente que deje, de facto, al Reino Unido en el mercado único

Y la tercera opción es una versión camuflada de la solución que representa Noruega. A saber, salir de la Unión Europea formalmente y buscar un acomodo económico preferente que deje, de facto, al Reino Unido dentro del mercado único, que es lo que en buena parte de la opinión publicada pensábamos  - y algunos todavía pensamos - que iba a ocurrir.

Y lo que algunos, inclusive medio Partido Conservador, sospechan que tanto Teresa May como Boris Johnson han maniobrado para lograr. Y además, es lo que parece que Sir Oliver Letwin quiere asegurarse antes de dejar hacer a Boris Johnson.

Esta solución lampedusiana tiene la ventaja de que ha venido funcionando a las mil maravillas hasta ahora – compare el lector, por ejemplo, la citada Constitución Europea que no se aprobó y el, asépticamente llamado, Tratado de Lisboa que sí.

Lo malo de esta vía consiste en salvar a Europa y al Reino Unido de espaldas, en este caso, a los europeos británicos. Y que, en buena parte, eso es precisamente lo que nos llevó al referéndum.  

Y por eso nos pasa como a Bill Murray en Tokio: se nos queda cara de pasmo para rato.


David Sarias es profesor de Pensamiento Político y Movimientos Sociales en la Universidad San Pablo CEU.