Dice Peter Handke (ganador del Premio Nobel de Literatura): "Vivo de aquello que los otros no saben de mí". Parece un contrasentido esta aseveración tan rotunda, sobre todo en una sociedad que ha elevado a los cielos el concepto de transparencia.

Pero, el ejercicio del poder requiere de cierta distancia con el pueblo, que siempre valora más lo que no conoce y que da a los gobernantes un aura de superioridad que se basa en el misterio. Dice, con sorna, un amigo que trabajó durante años en la fontanería de Moncloa: "¡Ay si la gente supiera como toman las decisiones los presidentes del gobierno!".

Los presidentes tienen, además de un buen número de asesores, un servicio de seguridad que sigue un rígido protocolo. Nadie debe cuestionar ni las medidas, ni los protocolos, que son establecidos no en función del capricho -al menos, en una democracia- sino en base a criterios profesionales objetivos.

La visibilidad de las medidas de seguridad del presidente casan mal con la sensación de normalidad que se quiere transmitir

El lunes pasado, Pedro Sánchez hizo un viaje relámpago a Barcelona para visitar a algunos de los policías heridos en los disturbios que tuvieron lugar la semana pasada.

Electoralista o no, la visita era oportuna. El presidente debe mostrar su apoyo a los agentes que se han jugado la vida. El problema, que ha generado un cierto debate, fue la imagen de uno de los miembros de su servicio de seguridad en el coche que precedía al del presidente mostrando un subfusil perfectamente visible porque llevaba las ventanillas bajadas. Los escoltas de Sánchez le acompañaron en su salida desde el coche al hospital pertrechados con un maletín que se convierte en un protector antibalas.

¿Fueron exageradas esas medidas? Es un criterio profesional y, por tanto, si el jefe del servicio decidió hacerlo es porque pensó que era lo adecuado. Nada que objetar.

Ahora bien, el problema no es que esas medidas se adoptaran, sino que fueran evidentes. Hasta ahora yo nunca había visto a un presidente del gobierno precedido de un coche de escolta en el que uno de los miembros del equipo de seguridad asoma por la ventanilla un subfusil.

Si ese mismo episodio se hubiera producido en Sevilla, la cuestión hubiera sido anecdótica. Pero sucedió en Barcelona, y en un entorno hostil en el que hasta los funcionarios del hospital, vestidos con sus batas blancas, increpaban al presidente del gobierno.

Llama la atención que un político que cuida tanto su imagen como Pedro Sánchez no se diera cuenta de esos detalles tan importantes

Una imagen vale más que mil palabras y más aún en una sociedad que vive de la imagen. Cualquier experto en comunicación estaría disgustado con lo que se vio en Barcelona en la mañana del pasado lunes.

Porque la imagen del presidente, escoltado con hombres armados mientras recibía insultos, no tiene nada que ver con la sensación de tranquilidad que quiere transmitir el gobierno. Alarma, más que tranquiliza. El relato ("en Cataluña hay sólo un problema de orden público provocado por un grupo minoritario de violentos") quedó arruinado por unas imágenes que transmitían aislamiento, miedo e inseguridad.

Llama la atención que un político que cuida tanto su imagen como Pedro Sánchez no se diera cuenta de esos detalles tan importantes.

La difusión de esas imágenes en las televisiones, los medios digitales y las redes sociales y la discusión que ha generado ponen de manifiesto que todo lo que tenga que ver con Cataluña es significativo. Y lo será de aquí al 10-N. Cualquier traspiés puede resultar catastrófico, porque la cuestión catalana se ha convertido en un campo de minas.