Fue lo que más me sorprendió de la entrevista de Antonio García Ferreras al presidente del gobierno ayer en La Sexta. El periodista le planteó si en Cataluña hay sólo un problema de orden público y sacó a colación su visita al Hospital Sant Pau de Barcelona -donde fue increpado por empleados del centro- para visitar a uno de los policías heridos durante los enfrentamientos que tuvieron lugar en la semana pasada en la capital catalana. Como si Pedro Sánchez hubiera estado esperando esa pregunta miró directamente a cámara, endureciendo el gesto: "No me recibió ni la dirección del hospital público... Sentí vergüenza de que unos funcionarios públicos no fueran capaces de recibir al presidente del gobierno".

De esa visita son las imágenes del escolta con el subfusil y el maletín antibalas, sobre lo que ya he escrito en estas páginas.

Una secuencia lógica de lo sucedido sería así: el presidente decide visitar a alguno de los policías heridos en los incidentes; el equipo del presidencia elige el Hospital de Sant Pau y se pone en contacto con la dirección del mismo; desde la gerencia le comunican a Moncloa que Sánchez es persona non grata y que no será recibido como establece el protocolo; pero Sánchez, a pesar de todo, insiste; su equipo de seguridad, en previsión de incidentes, monta un dispositivo especial para proteger al presidente.

Ahora la pregunta es aún más pertinente: después de lo que ha revelado el propio Sánchez, ¿puede mantenerse que en Barcelona (por extensión, también en Cataluña) hay sólo un problema de orden público?

La gerente del Hospital Sant Pau, Gemma Graywinckel i Martí, seguramente es una buena profesional, apreciada por su equipo. No sé si es militante de algún partido independentista, pero eso es lo de menos. Su gesto hacia el presidente de todos los españoles no es baladí. Encierra, por contra, la clave del problema catalán. A saber, que, al margen de esa minoría organizada que quema contenedores y ataca a las fuerzas de seguridad, hay una parte importante de la sociedad que rechaza todo lo español; está, digámoslo así, desenganchada sentimentalmente de España.

En Cataluña hay algo más que un problema de orden público. El independentismo ha logrado convencer a casi la mitad de los catalanes de que España no es una democracia

Que el incidente no es sólo una anécdota lo demuestra no sólo que el presidente decidiera hacerlo público, sino que durante la tarde de ayer se convirtiera en el tema principal del periódico digital independentista Elnacional.cat. La agitadora Pilar Rahola, citando la información del citado diario, dijo en un tuit: "Dignitat i rigor. Gràcies Sant Pau", convirtiendo así al hospital público en un centro de la resistencia civil frente a España.

Casi la mitad de los catalanes cree, con menor o mayor intensidad, que España no es un Estado de Derecho y, por eso, opina que la sentencia del Tribunal Supremo es un castigo a los que han defendido la democracia, el derecho a votar.

No es extraño, porque eso es lo que les dice todos los días el presidente de la Generalitat, Quim Torra y los líderes de JxC, ERC, la CUP, etc. Es decir, la mayoría del Parlament.

Esa amplia base es la que proporciona a la violencia un soporte social que hace muy difícil su erradicación.

Algunos líderes independentistas catalanes no sólo dan al movimiento alimento teórico, bien surtido a través de los medios públicos, y financiación, sino que mantienen contacto con los grupos que han protagonizado las manifestaciones violentas.

Hemos hablado ya aquí del apreteu de Torra dirigido a los CDR. Pero, además, la investigación que está llevando el juez García Castellón en la Audiencia Nacional está descubriendo otras conexiones interesantes. Por ejemplo, las que existen entre el llamado Tsunami democràtic y el anterior presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. García Castellón investiga -según adelantó ayer El Confidencial- la existencia de una "dirección política" de esos grupos violentos, en la que estarían encuadrados, además de Puigdemont, el líder de la CUP David Fernández.

Aunque la sentencia del Tribunal Supremo describe los hechos acaecidos durante los meses de septiembre y octubre de 2017 como una especie de ensoñación del movimiento independentista para, de esa forma, rebajar la calificación desde la rebelión, que solicitaba la Fiscalía, a la secesión, con penas mucho más bajas, lo que estamos viendo ahora es que el independentismo no sólo no ha desistido de su empeño, sino que insiste en él recurriendo, por ahora, a la violencia de baja intensidad.

Ya hay convocadas movilizaciones para los próximos dos meses. La primera manifestación se celebra hoy en Barcelona, pero continuarán en los días previos a las elecciones generales del 10-N, y tendrán su punto álgido con el partido Barça-Real Madrid del próximo 18 de diciembre (que debería haberse celebrado hoy y que fue aplazado por temor a graves incidentes).

Entiendo que el presidente no quiera, a dos semanas de las elecciones, recurrir a medidas extraordinarias, como la aplicación del 155, pero no conviene engañarse. En Cataluña hay algo más que un problema de orden público. O bien el Estado de Derecho responde de forma contundente al desafío con un amplio consenso político, o tendrá que terminar cediendo a negociar con el independentismo una salida que pasará necesariamente por un referéndum de autodeterminación. Nos guste o no, ese es el reto al que nos enfrentamos.