La gran ventaja de creerse con la verdad absoluta de las cosas es que las víctimas que dejas por el camino provocan un menor cargo de conciencia. Quería Irene Montero hace unos días denunciar el elevado precio del alquiler en las grandes ciudades y no tuvo una mejor idea que poner en la picota a una ciudadana de la que poco o nada sabe. Escribió su nombre y su apellido en las redes sociales y le culpó de querer subir la renta a sus inquilinos en 300 euros mensuales. Dado que la intención de la portavoz de Unidas Podemos era la de hacer campaña, bien podría haber visitado la web de Idealista y elegir algunos de los ejemplos de viviendas en el centro de Madrid que miden 20 metros cuadrados y cuestan un ojo de la cara. Pero optó por señalar directamente a una persona o, lo que es lo mismo, por convertirla en carnaza y ofrecérsela a su legión de seguidores para que la devoraran.

La dueña del citado apartamento se llama igual que otra mujer, que regenta una casa rural y que se ha visto sometida en los últimos días a los ataques del batallón de justicia de las redes sociales. Sin comerlo ni beberlo. Lejos de disculparse, con el impresentable orgullo de quien se cree en posesión de la verdad más sagrada e indiscutible, Montero afirmó lo siguiente, horas después de desatar la polémica: “Creo que es mi obligación como representante pública apoyar a quienes defienden derechos constitucionales frente a situaciones de abuso. Trabajaré también para aprobar la Ley que impida las subidas abusivas de los alquileres para que esto no vuelva a suceder”.

La propietaria de la vivienda concedía el viernes una entrevista y emplazaba a Montero a conseguir a sus inquilinos una vivienda de 1.000 euros, si es que tan interesada estaba en su bienestar. La afectada por este escándalo -su homónima- hablaba el miércoles con el periodista Juan Soto Ivars y le confesaba su desazón por la situación kafkiana en la que se había visto involucrada. Sin comerlo ni beberlo, sin ser ni siquiera la persona que pretendía ‘ajusticiar’ Montero, había sido atacada por la turba. Ella y su negocio, una casa rural.

Difama, que algo queda

Afirmaba Umberto Eco que para deslegitimar a alguien basta con decir que ha hecho algo mal. Los promotores de los juicios sumarísimos en las redes sociales han olvidado que para considerar a una persona culpable de algo es necesario que haya hecho algo punible o incorrecto; y que existan pruebas sólidas de ello. No basta con que un indocumentado o un transmisor de la enfermedad de la rabia, como el sindicato de inquilinos o la propia Montero lancen un tiro al aire.

Entiendo que para quienes nacieron con los derechos fundamentales reconocidos sea difícil de asimilar que resulta más garantista absolver a un asesino, si no existen pruebas de su crimen; que condenar a alguien sobre el que existen únicamente testimonios infundados en su contra. Es el caso de Plácido Domingo: puede ser culpable o no serlo. Podemos estar ante un despreciable acosador o ante un hombre que ha sufrido una difamación. El gato puede estar vivo o muerto dentro de la caja. Pero si no existen pruebas concluyentes de sus actos, cualquier afirmación rotunda sobre su situación será injusta.

Cualquiera puede ser víctima del #MeToo de moda o de una monumental paliza tuitera. Pese a que no haya hecho nada de lo que le acusan.

Emprenderla contra una señora porque una persona influyente, como Irene Montero, cite sus señas de identidad en un mensaje en las redes sociales resulta ruin. Y cada una de las personas que insultó a la mujer a la que citó Montero –y a la equivocada- tiene un punto de inconsciencia que es despreciable. Del mismo modo, habría que reflexionar sobre el peligro que implica el que celebridades con miles de seguidores en las redes sociales –o en los medios de comunicación- sean capaces de lanzar a la turba contra determinados objetivos para cumplir unos fines concretos, sin reparar en consideraciones éticas.

A eso se le puede llamar populismo; y, precisamente, el populismo bien puede servir para evitar el descalabro en unas elecciones, que es lo que ocupa estos días a Unidas Podemos. Normalmente, el discurso deslenguado está inversamente relacionado con la inteligencia argumental.

Son tiempos tenebrosos en los que las pequeñas dictaduras morales cotidianas han ganado fuerza, espoleadas por el malestar de unos ciudadanos que han sufrido los rigores de la crisis y por un cambio de paradigma que resulta difícil de explicar para quienes desconocen los precedentes o para quienes no tienen excesivo tiempo para respirar, en medio de la batalla diaria. Los medios deberían contribuir a disipar cazas de brujas y linchamientos como el que inició el otro día la portavoz de la formación morada. Pero como la masa da audiencia; y la audiencia es fácilmente convertible en dinero, no suelen contribuir a calmar la tempestad.

En esta situación, cualquiera puede ser víctima del #MeToo de moda o de una monumental paliza tuitera. Pese a que no haya hecho nada de lo que le acusan. O pese a que sólo haya cometido el delito de opinar. Se puede decir que, en tiempos en los que todo vuelve a ser pecado, nadie está libre de pecar.