La madre indepe ha llevado a la niña a la manifa como al parque, a jugar con cachorritos de fuego, con mariquitas explosivas, con globos venenosos, a jugar también con el señor guardia como un guardia de Charlot, con uniforme de muñeco de jengibre. La madre, digo yo que será la madre, está ahí con la hija como patinando, entre la gente y una nevada de papel del váter. Hay ese ambiente de risas de bolazos de nieve y sillas musicales, y la madre se arrodilla como para abrocharle un patín o un botón. La madre arrodillada, pedagógica como todas las madres que se arrodillan, que se ponen al nivel del hijo para advertirles de la pupa o de la caca o señalarle los primeros misterios del mundo en un abriguito o en un gusanito o en un jueguito. O en ese señor guardia al que hay que tirarle el rollo de papel como a un payasete se le tira una tarta, como le están tirando cosas los demás, que la fiesta va de eso. La madre le da un rollo a la niña y la anima aplaudiendo, y la niña juega y aprende como hacen los niños, o sea que juega y aprende con todo, juega y aprende con ese rollo lanzado a un paso de distancia contra el guardia simbólico, el guardia tragabolas, el malo bigotón de los niños.

Cuando se ignora la razón se ignoran también los riesgos. Por eso el nacionalismo catalán, enceguecido ya en este independentismo tan furioso como inepto, tan delirante como fatal, se ha convertido en una locura

Ocurrió en Tarragona, la tele ofrecía en directo las imágenes de una manifestación contra la sentencia del procés y allí estaba esa madre, entre chavales embozados y mercancía voladora, con su hija de 3 o 4 años como mucho, enseñándole algo así como una primera Navidad de la violencia o de la diversión. La violencia en Cataluña no es que se tenga por diversión, ni siquiera por diversión para todos los públicos, sino que además es pedagogía, pedagogía de guardería, como canciones que hablan de ratoncitos o teteras o deditos de los pies. A la niña la habían llevado a la manifestación como a conocer una nieve hecha de pavesas, o un mar hecho de pelotas de goma de los antidisturbios, o una granja hecha de notas musicales de ambulancias, o un esqueleto de plástico hecho de los huesos de urgencias. La niña tiraba el rollo de papel higiénico o hacía el intento, y la madre daba palmitas, como si la hija hubiera escrito su nombre con esas primeras letras que se van cayendo y empequeñeciendo sobre la raya del cuaderno, como una familia de pajaritos en un cable telefónico.

La violencia no sólo se justifica, no sólo se disculpa, no sólo se banaliza, sino que ya se les entrega a los niños como un pollito, un pollito al que asesinar, con el que aprender a asesinar. Pero la cuestión, como todo en el procés, no es tanto la irresponsabilidad como la sinrazón. Cuando se ignora la razón se ignoran también los riesgos. Por eso el nacionalismo catalán, enceguecido ya en este independentismo tan furioso como inepto, tan delirante como fatal, se ha convertido en una locura. La locura de esa madre que lleva a su hija de pocos años a una manifestación y juega con ella a los antidisturbios, a las barricadas, sin ninguna conciencia del riesgo físico ni del espiritual, o sea, de educar a un hijo en la necesidad y la diversión de la violencia. Pero es una violencia que consideran deportiva, didáctica y moral, hasta merecer una madre en cuclillas, enseñándola como el lazo de los cordones o los propios besos.

Imaginen un diálogo, una negociación, un apaciguamiento capaces de revertirla, de convencer a una madre así, una madre ciega ya incluso ante el hijo que juega entre las llamas

Los padres (e hijastros) del procés también ignoraron el riesgo, no por valentía sino por ceguera. A algunos les cegaba un romanticismo de molineras y soldados y a otros una conciencia de superioridad moral y estratégica que rendiría al enemigo, apabullado. Me recuerdan aquella loca guerra de Dinamarca contra Prusia y Austria en 1864, provocada por unos daneses beatos, ultranacionalistas de casino, palquito y juegos florales (igual que éstos catalanes), convencidos de que la valentía de su raza y el poder de su devoción bastarían para batir a cualquiera. Planearon una guerra como el que planea una boda, y el desastre, por supuesto, fue total. 

Estamos acostumbrados a la ceguera de los políticos, nublados por la ambición o la fama. Incluso la ceguera de alguna parte de la ciudadanía, convertida en vacada ya por la costumbre, la adulación, la comodidad y, por supuesto, también el miedo. Las hogueras domingueras de los niñatos, la pedrada de los gamberros sin alma contra el alma de cualquier cosa, el negocio sentimental y electoralista que hacen los políticos con eso… Pero la ceguera de una madre que confunde una manifestación con un tobogán, y el primer uso algodonoso o simbólico de la violencia física e ideológica con educación, y el odio con el descubrimiento de florecillas o caracolas; eso es más difícil de asumir. Imaginen la fuerza que tiene esta locura. E imaginen un diálogo, una negociación, un apaciguamiento capaces de revertirla, de convencer a una madre así, una madre ciega ya incluso ante el hijo que juega entre las llamas, entre las olas, entre los cristales, entre los lobos.