El fallecimiento de Abu Bakr al Baghdadi, líder y autoproclamado califa del Estado Islámico, marca un nuevo hito dentro del movimiento yihadista, igual que ocurrió en mayo de 2011 con la muerte de Osama Bin Laden. El mismo paralelismo establecido con el carismático líder histórico de al Qaeda sirve para afirmar que, pese a la importante pérdida que supone la muerte del máximo representante de la organización terrorista, el descabezamiento en ningún caso supondrá la desaparición del grupo.
Bien es cierto que la sucesión en Al Qaeda se presentó de forma transitoria, ya que que Bin Laden tenía en la figura de Al Zawahiri el heredero indiscutible de su obra, mientras que el nombramiento de Abu Ibrahim al Hashimi al Qurayshi como nuevo califa del Daesh es una incógnita, aunque parecer ser que habría sido designado con anterioridad por el propio Al Bagdadi como su sucesor.
Sin embargo, y pese a que el Consejo de la Shura ha respetado esta decisión, habrá que ver si el nuevo líder cuenta con el respaldo de la alta jerarquía de la organización en su plenitud, así como de las bases.
De hecho, esta rápida proclamación puede ser entendida como un intento de los máximos dirigentes de evitar que surjan disputas internas en el seno del grupo, las cuales pudiesen acabar provocando una crisis interna y alguna escisión en el corazón de la agrupación terrorista, algo que mermaría en gran medida su capacidad y afectaría negativamente de cara a sus seguidores en términos propagandísticos.
La muerte de Al Baghdadi llega en un momento complejo para Daesh. La pérdida total de territorios y la 'alqaedización' de la marca suponen un punto de inflexión de cara al futuro
Lo cierto es que la muerte de Al Baghdadi llega en un momento complejo para Daesh (acrónimo en árabe de Estado Islámico). La pérdida total de los territorios que formaban el califato yihadista en marzo de este mismo año y la progresiva alqaedización del funcionamiento organizativo de su marca a través de un proceso de descentralización en el que ya la mitad de su actividad terrorista recae directamente sobre sus franquicias y grupos afiliados suponen un punto de inflexión de cara al futuro.
Precisamente, estas organizaciones menores vinculadas al autodenominado Estado Islámico y ubicadas en distintas regiones a escala planetaria pueden acabar convirtiéndose en un oportuno termómetro por el que medir el respaldo que todavía mantiene la agrupación más allá del territorio sirio-iraquí sobre el que asentó su califato.
La explicación de todo ello reside en la importancia que adquiere el juramento dentro del fenómeno yihadista, siendo este entendido como una muestra de lealtad que es ofrecida por el emir o el líder de una agrupación hacia un homólogo con el que se desea establecer una relación de fidelidad. Una vez que esta pleitesía es aceptada, la relación se formaliza y el grupo que ha declarado su juramento pasa a quedar bajo las directrices de la estructura matriz, en este caso el Estado Islámico, y pudiendo actuar bajo su nombre.
Ahora bien, estos juramentos de fidelidad tienen una fecha de caducidad, marcada por la muerte de uno de los dos líderes de las organizaciones implicadas. En ese caso, es necesario que esta fidelidad sea renovada para que vuelva a tener vigencia, abriéndose una ventana de oportunidad para que estas organizaciones menores busquen otras opciones más ventajosas para sus intereses, y en estos momentos solo existe otra gran franquicia capaz de ofrecer, como mínimo, las mismas virtudes que el Estado Islámico.
Fue precisamente Al Qaeda quien sufrió en primera persona con el auge del propio Estado Islámico hace ahora un lustro los problemas que conllevaba la renovación de un juramento de fidelidad, así como la formalización de una relación. Distintos grupos, que habían estado bajo su órbita durante décadas, se plantearon la opción de iniciar una aproximación natural hacia el Estado Islámico, dado que esta era la apuesta al caballo ganador del momento y podían esperar obtener un mayor rédito.
Ejemplos de ello se pudo ver en la división del grupo somalí Al Shabaab, tras producirse una escisión de 300 individuos que formarían poco después el Estado Islámico en Somalia o el caso de Filipinas, un país donde tradicionalmente había existido una relación cercana sin llegar a formalizarse entre los intereses de Al Qaeda y el grupo local Abu Sayyaf, pero que en cambio se rompió de pronto en el momento en el que este grupo decidió jurar fidelidad al Estado Islámico
Uno de los principales muros que dificultaban el entendimiento entre Al Qaeda y Estado Islámico era la fuerte rivalidad personal que mantenían sus respectivos líderes
Es bastante probable que este mismo fenómeno vuelva a producirse de forma inversa en los próximos meses o años y sean los grupos vinculados al Estado Islámico los que decidan aproximarse hacia Al Qaeda.
Asimismo, todo ello puede verse alterado en el momento en el que se conozca el camino que va a seguir el sucesor de Al Baghdadi y su postura frente a Al Qaeda porque en función de ello se podría dar una aproximación entre las estructuras centrales de ambas organizaciones, ya que uno de los principales muros que dificultaban el entendimiento entre ambas eran la fuerte rivalidad personal que mantenían sus respectivos líderes.
La muerte de Al Baghdadi abre una fase de incertidumbre en el que la introducción en la ecuación de unos u otros factores puede influir notoriamente en el devenir más inmediato del fenómeno yihadista. Esto obliga a establecer distintos escenarios de amplio espectro que van desde una fragmentación del propio movimiento y su consecuente debilitamiento hasta una mayor cohesión que permitiese el entendimiento entre las dos grandes organizaciones yihadistas transnacionales y la posibilidad de hallarnos así ante una nueva amenaza sin parangón.
Carlos Igualada es director del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET).
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