En Barcelona, republicanos de estribillo, que no saben qué es la res pública, se manifiestan contra un funcionario que mueve la mano en la ópera y da discursos a los cadetes. El Rey es eso, un funcionario con grilletes como cadenas de catedral o de blasón. Es eso excepto para los supersticiosos, los mitómanos, las tribus con hechicero; los que creen, para defenderlo o para odiarlo, que dentro de ese funcionario con la ortodoncia eterna de la heráldica y de las cuberterías hay de verdad un sacerdote, un jefe, un pequeño dios. Como en la Cataluña independentista no hay otra cosa que mitología, el Rey, que hoy en día es sólo un mandado que aguanta premios de poesía, concursos de arpa y guantes de ballet, se termina convirtiendo en símbolo de la opresión españolista con el que hacer vudú.
Hacer vudú con el Rey significa que uno cree en el vudú y que cree en el poder del Rey, en el mana del jefe (mana es un término melanesio usado en antropología que significa más o menos “poder sobrenatural”). Entre estos republicanos no sólo sin república, sino sin idea del republicanismo, o sea entre gente perdida intentando darle un sentido moderno a una superstición atávica, la verdad es que tiene todo el sentido acabar en la crucifixión de un muñeco de paja o en la quema de la foto del Rey como un billete de mil duros, en la que yo veo también algo de magia dineraria, como la invocación a un San Pancracio inverso para traer la ruina de España. Son, ciertamente, monárquicos inversos, aún más creyentes y exaltados que los monárquicos. Aunque no sé si hay muchos monárquicos equivalentes en fe y pasión, tendría que irse uno a algún aristócrata de ésos de puente levadizo, de mesa larga y telaraña haciéndole de red de tenis en las cenas.
El Rey en Cataluña es, ciertamente, una provocación. La familia real viene a Barcelona para dar algún diploma gótico a científicos, cocineros o bailarinas, esas cosas violentas y antidemocráticas que hacen los reyes, y provoca que el republicanismo indepe se nos revele como lo que es. Sobre todo, al poner a los CDR por delante, a acosar a periodistas y a jovencitos en traje de graduación. Los CDR ya no son comités, sino milicias; no defienden, sino que agreden; y no sustentan ninguna república, sino un totalitarismo etnicista, clasista, mitológico y supersticioso. Sí, Cataluña está tomada por supersticiosos del pueblo y la raza, conceptos tan primitivos o más que el del rey como jefe absoluto, el del linaje que tenía el poder de entenderse con los dioses. Con la diferencia de que el Rey ahora no es ningún jefe supremo, sino un locutor con ceremonia gótica como sus diplomas, como un mesón con espectáculo medieval, y que no manda ni en la corbata que se pone. Sin embargo, por la superstición del pueblo y de la raza, en Cataluña se siguen destripando derechos, violando leyes e incendiando las ciudades.
Cataluña está tomada por supersticiosos del pueblo y la raza, conceptos tan primitivos o más que el del rey como jefe absoluto
En Barcelona, republicanos de estribillo, no sólo los que están en la calle haciendo llorar a empollones como los matones que son, sino los que están en las instituciones dándoles las órdenes, se revolucionan porque viene el Rey con su portalito viviente, con su mano a cuerda, con su discurso un poco de miss y un poco de ateneísta. Representa, por lo visto, la represión, el autoritarismo, el franquismo de duro viejo, el fascismo de recuerdo toledano, la antigualla imperial del miriñaque y del espadón de naipe. Contra ese anacronismo, ya ven, está la luz civilizatoria del republicanismo indepe, una ideología apropiándose de todo lo público, sustituyendo la ciudadanía por el acatamiento, decidiendo que las leyes no se les aplican, proclamando que las masas están por encima del derecho y de los derechos, aplaudiendo el fuego purificador contra el disidente y contra el crepúsculo, señalando y purgando al “enemigo del pueblo”.
En Cataluña, que tuvo verdadera sangre real con verdadero mana (dinastía Pujol), el independentismo se levanta ahora contra un rey de recortable, un rey de democracia. Y con la hoguera vudú, con las calles salvajes, con las milicias institucionales, con la pureza de pensamiento y con la libertad abolida, nos convencen de que todo eso, que ya fracasó en la historia, volverá a fracasar con ellos. No está mal que el Rey, u otro empleado de la democracia, ya sea con pompa o con coderas, provoque que esta inevitable verdad reverbere entre sus multitudes y su odio.
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