A veces nos creemos que los debates electorales van a ser confrontaciones intelectuales cuando son subastas, escaparates del Barrio Rojo, pescadería de la carne y del morbo, con sangre picada y promesas colgonas como un tetamen con piel de pollo. Los cinco salvadores del país, que no habían salvado nada hasta ahora, se peleaban por el votante indeciso ofreciéndole por segunda vez lo mismo que no habían sido capaces de cumplir antes, ni separados ni juntos, todo en un ambiente de turno de ambulatorio, con conversaciones sordas de achaques, agravios, fingimientos y flemas. No era culpa del formato del debate, con luz y tiempos de bolera, sino el formato de nuestra política.
Sánchez sacaba un ministerio nuevo como un helicóptero nuevo, Rivera sacaba una baldosa que se vende en Amazon, Casado sacaba sólo el cuello, Abascal sacaba un muerto de su tumba de soldado, Iglesias sacaba otro de su tumba de margaritas, y volvían a Sánchez que sacaba el muerto definitivo y ganador, festivo y romántico, no como si fuera un dictador sino como si fuera un amante de Teruel. No sólo no había tiempo, es que no había ganas de argumentar ni de rebatir cuando había que estar sacando sin parar cáterin para ese españolito de velatorio, cabreo y zasca.
Me sigue fascinando Sánchez, el más notable de nuestros políticos modernos, capaz de dejar sin sentido la política, la lógica, la verdad y la vergüenza
Siendo el que es el formato de nuestra política y de nuestro votante, era una tontería esperar un debate entre Russell y Copleston. Pero creo que Sánchez, que en lo que lleva de protopresidente ha dicho casi todo lo que se podía decir y además lo contrario, no se merecía salir indemne de tanta contradicción, precisamente porque sus contradicciones constituyen la afirmación de que no tiene política, y ése sería el primer argumento que yo usaría en un debate. Pero todos aceptaron que aquello funcionaba como un puesto de perritos calientes electoral, lo que evitó que Sánchez fuera puesto en evidencia por todo lo que la lógica y la hemeroteca permitían. Ni siquiera lo hizo Iglesias, que, a pesar de todo, sigue buscando su amor o al menos su caricia.
A todos les ha parecido notable Abascal, que sorprendió al decidir exponer sus barbaridades de siempre, inventándose datos y escupiendo prejuicios, pero con un tono de inquietante suavidad, una suavidad aún más acojonante, como siciliana, como de barbero asesino. A mí, sin embargo, lo que me parece más notable es que Sánchez se salvara mientras Rivera sacaba de su cesta su merienda y sus ladrillos como un albañil temblón, y Casado seguía un poco resfriado del último debate, y Abascal hablaba como desde una cátedra de bar altramucero, e Iglesias seguía suplicando siquiera una noche de amor desesperada, a lo Triana.
A mí no me impresiona Abascal, que sigue usando repertorio de barbacoa de cuñado aunque ahora lo haga cantando nanas. Sin embargo, me sigue fascinando Sánchez, el más notable de nuestros políticos modernos, capaz de dejar sin sentido la política, la lógica, la verdad y la vergüenza; capaz de engañar lo mismo a Susana que a Rubalcaba que a Junqueras; capaz de presentarse a sí mismo como un dios-rey oriental de lujo y deseo, y aun así conseguir que lo sigan creyendo y votando por representar el trabajo, la justicia y la humildad de la socialdemocracia. Sánchez, con morritos apretados de superioridad y asco, como una María Antonieta que aguanta la respiración, no miraba a nadie y se quedaba con la cabeza agachada, como haciendo un crucigrama de lord, o quizá sólo una sopa de letras de peluquería, cuando los demás hablaban. Eso es más que ningunearlos, eso es negarles legitimidad política e incluso moral. Cuando llegó a Ferraz, enseguida proclamó que había ganado el debate, como ya ha proclamado que ha ganado las elecciones. Así es Sánchez, que, como digo, se escapaba del debate como se ha escapado de todo, por una mezcla de suerte y maestría propias, y de pereza y ceguera ajenas.
Sánchez no dijo con quién pactaría, ni siquiera con quién no pactaría, incluso mencionándole a Otegi. En realidad, nadie lo hizo del todo, salvo el pobre Iglesias, falto de amor, de lentejas y de batamanta. Pero nadie tiene la responsabilidad, la culpa que tiene Sánchez, al obligar a todos a tragar con la antipolítica de pechopalomo que él representa. Sánchez se salvó, sí. Y seguro que vuelve a ganar, y a hablar del bloqueo como de descorchar su champán de actriz en la bañera, y a gobernarnos desde la más descarada y marmórea antipolítica mientras nos llega otra crisis. Pero habrá que insistir en que Rivera agonizó como un chatarrero aplastado y Abascal fue sin pistola.
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