Tengo delante la cara de Pedro Sánchez, siempre orwelliana o quizá sólo discográfica. Un perfil duro y en flecha, de pez cazador, de pez abisal en ese fondo negro de la foto, alumbrado por su propia bioluminiscencia. Un predador solo, un cazador en lo negro, con la mirada fija en su camino o en su presa. No es uno de sus carteles electorales, esos carteles de grandes almacenes en los que parece un italiano falso vendiendo un traje italiano falso (puede que él sea exactamente eso). No es uno de esos carteles en los que nos mira y nos seduce regalándonos el ramo de rosas que es él mismo. En esas fotos finge un diálogo, un interés, finge un comercio, finge una mirada que en realidad pasa a través de nosotros para estrellarse al final contra el tráfico y los escaparates como un repartidor, ese repartidor de flores que es él. Pero en la foto que tengo delante Sánchez está verdaderamente solo. Ya nos ha dejado de lado y únicamente mira, serio y tenso, como un ciclista aerodinámico, su camino, su presa, su destino. Alrededor, nada, lo negro.
La cara que tengo delante es la de la portada del libro de Carmen Torres sobre Pedro Sánchez, Instinto de poder. Es una portada magnífica, psicológica o incluso radiológica. También el libro es magnífico y revelador, y sobre todo necesario. Leerlo después de ese diario pubescente que le escribió Irene Lozano a Sánchez, o de escuchar cualquier discurso o entrevista de nuestro presidente cuántico, permite recuperar la adultez política. Digo recuperar porque todo el país parece rendido a la adolescencia baloncestista de Sánchez, una adolescencia como de jefa de animadoras. Y uno cree que hay pocas cosas peores que un presidente adolescente. Quizá sólo un presidente enloquecido. Recuerdo muy bien la presentación de aquel Manual de resistencia, con Sánchez como si fuera un triunfito, entre los halagos de tata de Mercedes Milá y una corte de cumpleaños de niño mimado. Me sorprendí de verdad de que un presidente del Gobierno fuera capaz de comportarse como ese niño mimado del cumpleaños, sin pudor, disfrutándolo, recreándose en su merengue y en sus mocos.
Tengo delante la cara de Sánchez, su perfil con mandíbula de piraña buceando en lo negro. Tras ella, su historia, entre acomplejada y cesariona
Yo creí en Pedro Sánchez, defendí a Pedro Sánchez cuando la alternativa era Susana Díaz, la fiera de Triana, la Virgen marinera del socialismo, la nueva señorita del viejo cortijo, ambiciosa y artera, melosa y despiadada, que le seguía dando al castigado pueblo de Andalucía tarritos de sus lágrimas y calostros de madre mientras sólo se ocupaba de la politiquería y del poder. ¿Qué podía ser peor que eso? Pero ni siquiera Susana hubiera llamado para sostener al Estado a los declarados enemigos del propio Estado. A Sánchez, sin embargo, le pareció una solución luminosa. Y cuando llegó a la Moncloa, el niño mimado se desató. Y todo fue una fiesta de tatas y cachorros y helados. El niño mentía y rompía la vajilla y todos le decían guapo y le pellizcaban los cachetes como algodón de azúcar.
Tengo delante la cara de Pedro Sánchez, su perfil con mandíbula de piraña buceando en lo negro. Tras ella, su historia, entre acomplejada y cesariona, para el que quiera leerla. Tengo muy subrayado y apuntado un párrafo del libro de Carmen Torres. Julio de 2014. Susana Díaz y Pedro Sánchez, que acaba de ganar las primarias a Secretario General, llegan a Ferraz. “Pedro no sabe lo que ha hecho”, dice Elena Valenciano. “La que no sabe lo que ha hecho es Susana”, responde Óscar López, el que fue secretario general del PSOE de Castilla y León.
Tengo delante la cara de Pedro Sánchez, flotando sobre su historia, sobre su verdad, como un nenúfar hinchado. Y me doy cuenta de que puedo entender que el comunista o poscomunista mire a su infernillo o a sus estampitas de barbudos o a su chalet con conciencia de clase, piense en la gloria boba de Cielo agrícola y art decó de sus masas camineras, y vote a Podemos. Y que el conservador de toda la vida de Dios, entre el guardia, la cajita y la parroquia, o el liberal con su calvinismo de la matemática, voten al PP. Y que el facha de tirante gordo y boca grande y golondrino histórico en el sobaco vote a Vox. Y que la tercera España, ni de cura ni de guillotina, que va a volver a ser aplastada por las dos grandes piedras de la historia, vote a Ciudadanos. Pero no puedo entender que un socialdemócrata vote a Pedro Sánchez. Ahí sigue, sin embargo, el cazador abisal. La mirada fija, todo el mundo ignorado salvo su presa, y un aleteo membranoso conduciéndolo a su destino. Alrededor, nada. Lo negro.
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