Se fue Rivera y la banda de Sánchez le tocó una polka de mariachi como marcha fúnebre. Sí que estaba ahí después de todo la banda, esperando dar el susto que dan las rondallas, la broma de cementerio o de bocinazo de los niñatos. La banda siempre estuvo, lo que pasa es que Sánchez no iba con ella a todos lados como un rapero con séquito de trombones. La banda estaba ahí para cuando hiciera falta, ni más ni menos. Quizá en un garaje con cabezudos del pueblo y dragones rojos plurinacionales y reinas republicanas de la vendimia, que así me imagino yo el garaje trastero de Sánchez, como la cochera de todas las cabalgatas, como las barreduras de todos los carnavales, de todos los años nuevos chinos de restaurante chino, de todas las Navidades remolidas, falsas y sin regalo de los ayuntamientos. Mientras Sánchez pudo mantener buenas expectativas haciéndose el estadista de piscina y el centrista de bibliocafé, no vimos a la banda, claro. La vemos ahora, cuando hace falta, con la oportunidad, la prisa y la utilidad de los enterradores, cuando Sánchez ya no tiene manera de burlar a la realidad ni de ofrecerle otra salida al destino.
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