Se fue Rivera y la banda de Sánchez le tocó una polka de mariachi como marcha fúnebre. Sí que estaba ahí después de todo la banda, esperando dar el susto que dan las rondallas, la broma de cementerio o de bocinazo de los niñatos. La banda siempre estuvo, lo que pasa es que Sánchez no iba con ella a todos lados como un rapero con séquito de trombones. La banda estaba ahí para cuando hiciera falta, ni más ni menos. Quizá en un garaje con cabezudos del pueblo y dragones rojos plurinacionales y reinas republicanas de la vendimia, que así me imagino yo el garaje trastero de Sánchez, como la cochera de todas las cabalgatas, como las barreduras de todos los carnavales, de todos los años nuevos chinos de restaurante chino, de todas las Navidades remolidas, falsas y sin regalo de los ayuntamientos. Mientras Sánchez pudo mantener buenas expectativas haciéndose el estadista de piscina y el centrista de bibliocafé, no vimos a la banda, claro. La vemos ahora, cuando hace falta, con la oportunidad, la prisa y la utilidad de los enterradores, cuando Sánchez ya no tiene manera de burlar a la realidad ni de ofrecerle otra salida al destino.
Se fue Rivera, el Niño Jesús de la nueva política, con labia y presencia, con algo de yerno y algo de cienciólogo. Se fue con dignidad y con ironía, con los trompetazos o los tiros de su “banda” sonando en su despedida como de joven marine, dándole esa razón que el hado gusta dar cuando ya no sirve de nada. Su partido no empezó con él, aunque no sé si terminó siendo sólo él, e igual no sé si acabará en él. Ciudadanos era, o es, un proyecto intelectual que encontró en Rivera un buen escaparate. Pero no se fundó sobre un liderazgo personalista ni una boy band, sino sobre la desafiante filosofía de un republicanismo cívico desconocido aquí.
Se fue Rivera pero aún podrá decir ante las fotos, ante el whisky, ante los acantilados, ante sus cojeras de melancolía, como la balada de un farero, que él tenía razón
Aquí tenemos partidos e ideologías antiguas, teológicas y orondas, mientras que los fundadores de Ciudadanos se enfocaron en algo verdaderamente revolucionario, en algo metaideológico. O sea, en que el fundamento de la democracia moderna es el contrato social entre individuos libres e iguales. Y que eso, entre goyescas luchas de doctrinas, clanes, tradiciones y provincias, estaba en peligro. Eso sí era nueva política, no Podemos, ropavejería de todos los izquierdismos enloquecidos, miserables y fracasados del siglo XIX y XX. El aviso fundacional del partido de Rivera es que la libertad y la igualdad entre ciudadanos estaban en peligro. Y siguen estándolo, o ya han sucumbido. Lo vemos en Cataluña o en el País Vasco; lo vemos en el atajo de tribus, naciones, afiliaciones, identidades e identitarismos, esencias y esencialismos al que pretenden reducirnos, con el que pretenden definirnos y empequeñecernos tanto las izquierdas como la extrema derecha. Lo veremos, sobre todo, si este gobierno social-comunista, el de la banda de Sánchez, realmente se lleva a cabo.
Rivera decía lo de la banda de Sánchez y se le iban dignos puristas del partido y lo freían las columnas. Yo escribí en su día que Rivera se equivocaba, que no había banda aunque una vez la hubo, que era imposible la banda a la vez que el “no” a Podemos, y que eso le hacía parecer un poco desquiciado, como El fugitivo hablando del hombre manco. La verdad es que, ahora, no sólo se ha demostrado que la banda estaba ahí, lista para reaparecer, sino que dudo que Rivera haya tenido mucho que hacer o que elegir en su fracaso y en su fin. ¿Lo han castigado por el veto a Sánchez o por su nueva postura de “desbloqueo”? El caso es que la metaideología nunca iba a poder con los antiguos agravios, certidumbres, pertenencias y trincheras. Destruir el centro es ya una tradición macabra en España, como nuestras fiestas de barrer lápidas y blanquear muertos de comunión y de jarroncito. Esa vieja familiaridad con la desgracia, casi lealtad ya, que nos hace escoger siempre entre dos ruinas o dos tristezas.
Sánchez ha acabado con el centro, aunque sin duda por casualidad, como otra de las muchas destrucciones que lo rodean en su carrera y su política, ahí entre la gallinita ciega y la ruleta rusa (puede acabar con el centro y también con España, a cambio de una grifería nueva en la Moncloa). Sánchez destruye el centro y encima se ríe de Rivera sacando a su banda a cantarle la última serenata burlona. Sánchez, impúdico como siempre, se ríe sin embargo de un político que asume errores y se va con un capotazo de coherencia, marcando con él una distancia insalvable. Se fue Rivera pero aún podrá decir ante las fotos, ante el whisky, ante los acantilados, ante sus cojeras de melancolía, como la balada de un farero, que él tenía razón. Ahí está esa guerra de los niños que fue lo de Sánchez e Iglesias, y que ahora es la viril amistad de dos gladiadores de los pobres. Y ahí está la banda de Sánchez, banda de apandadores, bolivarianos, indepes y bilduetarras, la caricatura tal cual. La banda acompaña guasonamente a Rivera en su despedida, sí. Pero es más, lo acompaña en su última victoria y su última venganza.
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