Todo se perdona, todo se olvida, y Pablo Iglesias se abrazaba a Pedro Sánchez con los ojos cerrados, como amantes de andén a la vuelta de la vida, de la guerra y del amor. A Iglesias se le ha rendido por fin el aventurero guapo, que vuelve como para casarse con la novia fea del pueblo o la prima tercera, esas rendiciones que tiene a veces el amor, o la necesidad. Todo se perdona, todo se olvida, las correrías y la traición, porque el presidente pródigo ha regresado al pajar de la izquierda con su primera novia de pajar y es hora de construir las utopías granjeras, los cielos conejeros poscomunistas que ha estado preparando y reservando Iglesias toda su vida como un ajuar de hilo o una virginidad de hilo.

Sánchez, Iglesias; un matrimonio de pan y cebolla que sustituirá el capitalismo criminal por una economía de whisky de patata y alambique de calcetín, y la ley por peroladas, y la ciudadanía por un festival de tribus, identidades, colectivos y acampadas. Yo creo que es esto lo que pensaba Iglesias, cerrando los ojos en el abrazo, en la victoria, en su bienvenida de novia de soldado, novia fea pero que se lo lleva de marido, al final, allí en el saloncito del Congreso como una capilla de estación de tren, que ya no hay, ese cielo pasajero que tienen las estaciones, con órganos de vapor, nubes por los tobillos y llaves y relojes de San Pedro. Iglesias abrazaba a Sánchez con los ojos cerrados, oliendo a Sánchez como se huelen las sábanas nupciales, el matrimonio soñado, que eso es para Podemos esto, comunistas gobernando en la Europa del siglo XXI. Había sinceridad en ese abrazo, sinceridad y carbonilla del XIX, como un amor ruso de Tolstoi.

Iglesias abrazaba a Sánchez con los ojos cerrados, oliendo a Sánchez como se huelen las sábanas nupciales, el matrimonio soñado, que eso es para Podemos esto, comunistas gobernando en la Europa del siglo XXI

En Sánchez, que es el amado, no el amante, no hay más romanticismo que la hacienda. Iglesias, prima o vaquera del pueblo con la que se queda ahora, no era ni su primera ni su última opción. Sánchez no ha tenido nunca más opción que él, en realidad. Creyó que podría ser presidente gratis y rechazó los pactos; creyó que podría aumentar su poder y su independencia y convocó elecciones. Estoy convencido de que ni Iglesias ni Rivera ni nadie hubiera conseguido un acuerdo con él, una vez que decidió que lo suyo era un paseo con majorettes hacia la gloria.

Hay tiernos comentaristas, quizá tan románticos como este Iglesias que ha guardado su tutú todo el cortejo hasta este paso a dos final, muy ruso insisto; hay sorprendidos analistas con el dedo en la boca que están recordando ahora lo que dijo o aborreció Sánchez: el sueño que no le llegaba (ni al 95% de los españoles) en esas noches de lobos que traerían los ministros de Podemos; la imposibilidad de tener dos Gobiernos en uno, o un Gobierno con un cuarto de adolescente; la incongruencia fundamental, que afecta al propio concepto del Estado, de acoger en el Gobierno a gente que cree que aquí hay presos políticos; eso, y las oportunidades perdidas, y las pantallas ya pasadas, y todo lo demás que ya saben ustedes y que engarzan los espantados, como ensartando las perlas ensangrentadas del evidente crimen. Claro que es evidente. Pero es que se trata de Sánchez. Todo eso no tiene ninguna importancia para él. Lo grave es que no lo tenga para la ciudadanía que lo vota.

Sánchez abraza a Iglesias con un abrazo de necesidad y cierto asco de consanguinidad. Pero ha hecho, simplemente, lo que aseguraba mejor su supervivencia. Sólo quedaba un pacto con el PP o sacar otra vez a Frankenstein de su maletero (Sánchez seguía viajando con Frankenstein como Drácula viajaba con su ataúd y su tierra podrida). Un pacto con el PP significaría traspasar las propias barreras de huesos y odios que Sánchez había ido levantando, así que sólo quedaba Frankenstein. Frankenstein y la prima fea lo dejaban en la Moncloa y en la izquierda de la película, y es lo que importa.

Iglesias ha conseguido lo que quería, pero Sánchez, mayormente, también. No es esto una derrota ni una condena de Sánchez, no es casarse con la fea ante las escopetas de los parientes. No era su solución favorita, pero es aceptable. Tampoco es que lo tuviera planeado, pero estas elecciones, con la subida de Vox y la destrucción de Cs, le han dejado mucho más fácil justificar su Frankenstein, más Frankenstein que nunca por regurgitado, por recocido, por embutido, por renegado y por desnudo, pero que ahora es un Frankenstein antifascista, heroico y quizá vegano, más el Gigante Verde que el monstruo de Frankenstein.

Sánchez e Iglesias se abrazaban, quizá se besaban como coroneles rusos. Ha terminado la guerra y, sí, pueden besarse los novios bajo la mirada vigilante de Esquerra, de Rufián como el curita celestino, de Junqueras como el fraile pastelero de la tarta. Comunistas en el Gobierno y separatistas en el convite. Iglesias e Irene Montero de vicepresidentes, documentos sobre el Régimen corrupto del 78 con membrete gubernamental, política de sonajero para pobres, hambre repartida democráticamente para todos, tu libertad según diga la plaza, Cataluña como el pueblo hermano que lucha por su emancipación, y en ese plan. Y ahí hay unos cuantos, ya no sé si inocentes o ridículos, llamando a la lógica, a la coherencia, a la razón de Estado, al viejo PSOE incluso. Vox puede hasta que llame a la Legión. Vox precisamente, los triunfadores del 10-N, sin los que este pacto no hubiera sido posible. Cuánto les debe Sánchez…

Todo se perdona, Pedro; todo se olvida, Pablo. Y así, arrebolados en su nido de amor, mira uno su nuevo colchón color champán y el otro la coqueta casita comunista de sus sueños. Fuera, España amanece como de trigo rojo.