La comarca de La Sagra, situada a media hora de la Casa de Correos, nos ha dejado en las últimas elecciones una maravillosa radiografía del acelerado cambio político que vive España – en realidad todo el mundo avanzado – en los últimos años.

Los habitantes de La Sagra solo tienen que salir de sus casa para toparse con esas cosas que lo mismo obsesionaban al Ayuntamiento del Madrid urbano, cosmopolita y postmoderno de Manuela Carmena que a Greta Thunberg: rebaños de cabritas, liebres, perdices, aves rapaces y hasta un área natural protegida en las riveras del río Guadarrama donde es fácil detectar revolcaderos de jabalí. Pero de cerca.

En La Sagra, las ovejas resulta que apestan, las poblaciones de liebres y jabalíes y perdices  hay que gestionarlas para la caza – que ahí, en la distancia corta, es fuente de riqueza, empleo y cultura en lugar de la práctica bárbara y sádica que percibían los carmenitas en la Puerta del Sol. 

Y además, resulta que La Sagra es un cinturón exterior de pueblecitos dormitorio donde conviven el mundo netamente rural con esos autónomos y pequeños empresarios que dan servicio a la capital y a las grandes ciudades del otrora cinturón rojo de la periferia sur madrileña – Móstoles, Getafe, Fuenlabrada, Valdemoro.

Conforman una geografía urbana con potentísimos marcadores de clase que aúna a dos de los tres grandes públicos objetivos entre los que Vox intenta extender su electorado: el rural y las capas de la clase trabajadora urbana menos protegidas por el Estado de bienestar.

En el público de Vox están los más agraviados, los que más han sufrido los efectos de la crisis y de una recuperación económica desigual y anémica

Son los más agraviados, los que más han sufrido los efectos de la crisis económica y de una recuperación desigual y anémica. Los más receptivas, en resumen, al victimismo truculento, cruel, abiertamente xenófobo y demagógico de Vox. El fenómeno no es particularmente novedoso, ni particularmente singular. 

Iván Espinosa de los Monteros, por ejemplo, no tenía el menor reparo en reconocer que su electorado no era el del PP, sino la parte del electorado de Podemos y del PSOE residente en La Sagra, entre otras poblaciones, y que lleva dos elecciones parlamentarias acomodándose en el apoyo a Vox. 

Y eso lo decía Espinosa de los Monteros justo antes de las elecciones andaluzas, cuando Vox le parecía una cosa residual a casi todo el mundo excepto algún académico medio chalado y a los analistas más espabilados del PSOE y del PP.

Y estos, que sí detectaron algo, lo detectaron mal: Vox nunca ha sido una versión radicalizada del PP, ni ha ido madurando su posición en los últimos meses. Y por eso cuando Susana Díaz decidió hacerle a Vox la campaña que Santiago Abascal no podía pagarse, se hacía el harakiri. Miren Cádiz, por ejemplo, y comparen con La Sagra. 

Como puede observar cualquiera que preste atención, el discurso de Vox es notablemente estable y le dota de una personalidad propia, distintiva y, por otro lado, bastante frecuente en el resto de democracias avanzadas.

La Sagra y sus habitantes son el equivalente español a Marsella y sus excomunistas desplazados al lepenismo; a Sheffield y sus laboristas pasados al UKIP, o Pittsburgh y sus demócratas de Obama pasados al trumpismo. El mismo victimismo, la misma crueldad, la misma xenofobia e idéntica demagogia.

La Sagra es el equivalente a Marsella y sus excomunistas desplazados al lepenismo; a Scheffield y sus laboristas pasados al UKIP, o Pittsburgh y sus demócratas ahora trumpistas

Por eso, Rocío Monasterio podía plantarse en un plató de televisión y defender a Marine Le Pen alegando que su xenofobia – la francesa y la de aquí – es esencial para defender "una Europa cristiana"; o reproducir el mensaje de Trump explicando que los muros – en Arizona lo mismo que en Ceuta – son necesarios porque "los inmigrantes son ladrones y violadores". Tal cual y sin anestesia. 

Entretanto, mientras Vox articulaba su discurso desde la identidad etnonacionalista  los otros populistas, los de la identidad postmoderna desclasada, andaban desarrollando su propia crueldad fanática y arrogante.

En La Sagra observaban atónitos como los mismos que defendían los derechos del jabalí o la liebre común a tener una vida plena y segura les prohibían llevar sus coches a la capital. Para ir, ojo al detalle, a trabajar.

Arremeten desde el cosmopolitismo urbano postmoderno contra los turistas, la huella de carbono de Easyjet y la gentrificación desencadenada por Airbnb con la misma displicencia que piden al autónomo que se compre el tipo de vehículo nuevo, principalmente eléctrico, de los que ya empiezan a abundar en los de los pueblecitos dormitorio de la zona norte de Madrid – el espejo acomodado de La Sagra, donde el PP y el conservadurismo de diseño desnortado aún aguantan. 

Lo que La Sagra y el cinturón rojo de Madrid demuestran es que el populismo de Vox, como el electorado de Vox, no es una versión radicalizada del conservadurismo tecnocrático del PP, igual que el trumpismo no es una versión más a la derecha del republicanismo convencional, ni el lepenismo una variante extremista del gaullismo.

Es un modelo ideológico distinto que apela a una coalición electoral nueva (en España), distinta y aún en proceso formación. La estupidez irresponsable y oportunista con la que Pablo Iglesias y Pedro Sánchez hablaban del trifachito, sumada a la miopía autodestructiva de Albert Rivera, a la evidente desorientación de Pablo Casado y a la pereza intelectual de académicos y periodistas contribuyen a enmascarar que el eje tradicional izquierda-derecha ya no solo no es útil, sino que su aplicación es contraproducente a la hora de entender el cambio político en curso y de resolver la insatisfacción, real, genuina y legítima de esa parte del electorado que conecta con la xenofobia victimista.

En La Sagra lo han entendido a la primera, entre otras cosas porque lo viven. Y se están yendo con Vox.


David Sarias es profesor de Historia del Pensamiento Político, Universidad San Pablo-CEU.