Trascendía este martes, en El Confidencial, un vídeo que causaba reacciones encontradas. Estaba relacionado con el presunto abuso sexual que sufrió una concursante de Gran Hermano –omitiremos el nombre- dentro de la casa en la que se celebra el concurso, en el municipio madrileño de Guadalix de la Sierra. En el proceloso mundo de las redes sociales, la noticia se extendió a gran velocidad y ocasionó reacciones furiosas. Entre ellas, las que lamentaban la difusión del documento audiovisual y, por tanto, mataban al mensajero.
Confieso que tengo dudas con respecto a este asunto. Por un lado, pese a que fuera su deseo –que no lo sé-, no creo que a la afectada le beneficie convertirse en la protagonista del enésimo suceso mediático, pues no existe una mayor fábrica de muñecos rotos que la ‘criminología periodística’. Es decir, la que dedica un generoso tiempo a analizar cada detalle de las desgracias sufridas por determinadas personas que se vieron envueltas en un asunto turbio, queriéndolo o sin quererlo.
Hace un par de meses, los medios destrozaron la imagen de Blanca Fernández Ochoa tras su desaparición. Los días que transcurrieron desde que la esquiadora se esfumó hasta que encontraron su cadáver fueron utilizados por la prensa y las televisiones para especular sobre su vida, su circunstancia y su final. Muchas veces, con dosis de imaginación mucho más altas que los escrúpulos.
Estos días, se celebra el juicio sobre el asesinato de Diana Quer y son pocos los medios que han renunciado a describir los detalles más macabros del caso. Desde la brida con la que presuntamente se le estranguló hasta las “pupas de mosca” que encontraron los investigadores en su pelo.
No es lo mismo ser asesinado desde el reconfortante anonimato que el hecho de convertirse en el objeto del 'chau chau' de las tertulias televisivas, en las que se analizan todos los problemas familiares del finado, cada línea de su currículum y cada centímetro de piel.
No es lo mismo ser asesinado desde el reconfortante anonimato que el hecho de convertirse en el objeto del 'chau chau' de las tertulias televisivas.
También es cierto que el morbo vende y que los programas de ‘tele-realidad’ incluyen siempre una buena ración. De hecho, Telecinco arrasó en audiencia a sus rivales durante la pasada primavera porque el programa 'Supervivientes' contaba entre sus concursantes con Isabel Pantoja, artista y exconvicta que fue capaz de enganchar a la audiencia. No por su habilidad como robinsona, sino por la buena y mala reputación que le acompaña.
Repito: el programa no fue un fracaso. Tuvo un éxito arrollador.
La realidad televisada
Lo mismo ocurrió con una de las primeras ediciones de Gran Hermano, en la que un concursante fue expulsado de la casa después de agredir a una mujer, que a la postre se convertiría en su esposa. Y la que hace no mucho le ha denunciado por presuntos malos tratos que están a la espera de ser juzgados.
Quizá la publicación de El Confidencial –repito, provocada o no por la afectada- repercuta en su reputación y en su vida diaria. Pero quizá también ayude a poner el foco sobre este tipo de concursos –entre ellos, el cada vez más dramático MasterChef- y sobre nosotros mismos, que somos los espectadores y los que los reclamamos. Con morbo, griterío y juegos bajo las sábanas. De lo contrario, no tendrían tanta audiencia.
Llama la atención cuando se abre el debate sobre la afección que ocasionan en el público infantil y juvenil estos contenidos. Básicamente, porque obvia que el perjuicio por la exposición a contenidos tóxicos también lo sufre el público adulto. El material radiactivo tampoco se encuentra exclusivamente en los realities, sino también en las mesas de tertulia, que son las que deforman una y otra vez la realidad política y social; y trasladan un concepto manipulado de la realidad.
El hecho de que un ciudadano considere que urge el endurecimiento de las penas en el país con menor tasa de homicidios de la Unión Europea es un síntoma de este problema. También lo es el que los parroquianos de un bar asuman la realidad distorsionada que describe el discurso político, presente, sin filtros, en las tertulias de parte. ¿Y cómo se comportará, ante un conflicto, la persona que observa durante cinco horas seguidas, cada día, durante meses, durante años, la peculiar forma de debatir en los programas que presenta Jorge Javier Vázquez? Es evidente que de forma agresiva.
La publicación en el citado diario digital de las imágenes relativas al sufrimiento de una concursante de Gran Hermano puede ser tomada como un caso concreto. Pero también pueden servir para echar un vistazo a las televisiones, y al resto de los medios, con una mayor profundidad y para analizar los verdaderos perjuicios que causa su irresponsabilidad en quienes reciben sus mensajes.
Eso no es cosa exclusiva de Telecinco, ni del sector audiovisual. Eso es culpa de todos. De quienes tratan de compensar la caída de ingresos que ha sufrido el negocio durante los últimos años con mayores dosis de morbo y sensacionalismo. Ahí está la clave, pese a que muchos no lo quieran ver.
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