Me fui a ver a José Bono por los pasillos de camarote del Hotel Intercontinental, que aún parece tener cuartos de telegrafistas y pasamanos de barco. Fui, claro, por el morbo de ver qué decía cuando llegara la sentencia de los ERE. Lo pensábamos todos en aquella presentación sin peces gordos, sin azafatos, la presentación para la prensa de su tercer libro de memorias, un diario como de ambigú sobre el tiempo que fue presidente del Congreso.
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