Mi primer desengaño artístico lo sufrí con diez años. Llevaba dos cursos en clases de ballet y nos habían dicho que en Navidad íbamos a actuar en el teatro principal del pueblo. Yo ya me imaginé como una estrella del rock, con focos, tutú rosa y un moño apretadísimo enseñándole a mi padre, que como trabajaba fuera nunca me había podido ver, que su hija bailaba El lago de los cisnes como una Serguéi Polunin en miniatura.
Recuerdo levantar la pierna muchísimo, estirar el cuello, poner cara de concentración. Al bajar solo podía sonreír, había visto a mi padre en primera fila, había sabido ocultar un par de caídas fingiendo que era un salto e incluso, cuando nadie miraba, le había saludado un par de veces. Él no me dijo nada, incluso tardó en hablar varios años de aquel día.
Al curso siguiente ya no tenía mallas, me habían cambiado a clases de ajedrez y cuando insistí mucho, muchísimo, me metieron en sevillanas. Pero aunque me había comprado el traje y todo no di la talla para la función de fin de curso, así que me fui y lo intenté con el canto. Llegué a hacer seis pruebas para entrar en el coro del colegio. Cuando salí de aquel pueblo con 12 años aún no lo había conseguido.
Me quedé en un pasito hacia delante y otro hacia detrás y a Whitney Houston la dejé encerrada en la ducha
Empecé a darme cuenta de que quizás bailar y cantar no eran lo mío. En la adolescencia intenté moverme lo menos posible y tararear muy bajito. La pubertad provoca sensaciones horribles, la más fuerte es la de la vergüenza. Así que hasta casi entrar en la carrera me quedé en un pasito hacia delante y otro hacia detrás, a Whitney Houston la dejé encerrada en la ducha, y en las obras de teatro me pedía ser la organizadora, por si había alguna escena complicada.
Pero claro, cumples años y te haces, pierdes miedos, vergüenzas, llegas a quererte y los veinte los pasas perreando y poniendo caras porque qué más da. Incluso cuando tu prima Andrea te dice que no entiende cómo ligas por la noche "porque bailas haciendo en tonto todo el rato" y tú sabes que de tonto nada, que das lo mejor de ti, solo te entra la risa.
Y ahora he llegado a los 30. Con el cuerpo algo tocado después de un parto, con la voz cada día peor por el tabaco. Con la misma sonrisa que con diez, bailando y pensando que qué más da el tropiezo, que esto es un salto, que con tres cañas eres una maldita estrella del rock. Que eres capaz de imitar a Rosalía haciendo un corro con tus amigas, aunque tus padres te recuerden muy a menudo que la profesora de sevillanas les dijo que no era capaz de enseñarte nada porque me pasaba las clases poniendo los brazos en alto con cara de flamenca y ella no salía de la carcajada.
Porque no hay nada mejor que cumplir años para darte cuenta de que da lo mismo, que la vergüenza ya solo es ajena. Para seguir pensando que quizás lo tuyo sea la cumbia y aún no lo has descubierto. Que el problema es que nadie te escucha cantar en la ducha.
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