Ortega Smith es un caballero español que hace el brindis de los Tercios, que es como hacer el de los mosqueteros, y luego hace llorar a una mujer en silla de ruedas. El caballero español ya no es lo que era, se lo llevó la zarzuela o Lina Morgan o Arturo Fernández. Ortega Smith, ya digo, brinda con los borrachos de Velázquez y los sargentos de cantina, después pone gabanes sobre los charcos para que no se moje el pie de pitiminí la señorita que pasa y, por fin, humilla a una mujer que se llevó tres tiros intentando defender a su hermana de su agresor. Ni la miraba, intentando recordar, quizá, para qué lado calzaba la Tizona el Cid, o qué mano de Santa Teresa era incorrupta y cual corruptible, que a lo mejor con eso se podría hacer también otro brindis de guardiamarina o de estudiantina.
Vox es que está a lo importante, claro, y ahora les da por hacer de espontáneo o de Mocito Feliz cuando a alguien se le ocurre decir que a las mujeres las matan los machos que se creen sus dueños, que las matan por eso, no por un alijo ni por un atraco ni por una orden satánica, sino porque son suyas. Entonces es cuando sale Ortega Smith, vestido de jotero o de maragato, a decir que no existe violencia de género, que también hay hombres maltratados a sartenazos, o que todas las feministas son feas y bolleras y que lo persiguen para cortarle el pito y obligarlo a coser un dobladillo.
Apelan a una justicia indiferente al sexo pero sí buscan la singularidad de los delitos según nacionalidad
Escribí hace no mucho, cuando también reventó un minuto de silencio por una víctima, que Ortega Smith es un hippie, o usa argumentos de hippie. O sea, esa gente que dice que toda violencia es violencia, sea contra el Dalai Lama o contra un gusanito de Dios; o que es injusto atender al dolor cercano cuando el mundo está lleno de dolor. Eso parecen pedir ellos cuando hablan de violencia de género. Curiosamente, apelan a una justicia indiferente al sexo pero sí buscan la singularidad de los delitos según nacionalidad u origen (y la izquierda, al contrario).
Por supuesto, en Vox no son hippies, ni paladines de la justicia universal. Sólo buscan su electorado, que no es una lesbiana con el sobaco lila, pero sí el pobre que se siente calzonazos. Al final, todos estos señores de tanto himno guerrero le siguen teniendo miedo a la mujer, al rodillo de amasar, a la suegra, a que los mande a la porra, a que se tengan que freír ellos el huevo, a que lo señalen como cornudo o blandengue. Incluso miedo a una denuncia falsa, que yo no sé cómo no estamos todos poniendo denuncias falsas a los ex o al vecino coñazo, así para fastidiar, con lo fácil que es.
Comparados con el miedo a que te maten, estos miedos del machito, miedos de taberna, parecen frivolidades. Pero no es cuestión de comparaciones. Es cuestión de justicia. La justicia requiere proporcionalidad y, para poder llegar a ser efectiva, también realismo. No es cuestión de sexo, no es ideología de sexo, aunque la izquierda la use y la abuse. Es que un asesinato no es igual que cualquier otro asesinato. No lo eran los de ETA. No lo son los asesinatos por odio ideológico o racial. No se pueden contar los muertos como vacas ahogadas, indistinguibles. Hay delitos o agravantes extraordinarios cuando hay necesidades, gravedad o vulnerabilidad extraordinarias. No es discriminación, es sentido común.
Es por esa gente que Ortega Smith puede decir que le quieren cortar el pito
No hay que buscar coherencia en Vox, que va a lo que va. Vox tiene identificado su objetivo, el nuevo indignado, el cabreado de Radiolé que está deseando que le den la razón a su cabreo, ya sea contra el gobierno o contra la parienta. Pero sus números son mentira, y su lógica, inexistente o de ida y vuelta. El cabreo, sin embargo, no atiende a estas cosas, y el españolito sulfurado y anisado no está para sutilezas. Tampoco el feminismo ayuda, a veces. Ya conocerán esa tribuna escrita en El País por un tal Paul B. Preciado, una especie de horripilante marxismo de género, entre Huxley y Holocausto caníbal, plasmado en santas y sanas advertencias y recomendaciones, como que la “heterosexualidad es peligrosa”, que hay que “prohibir el matrimonio heterosexual” o “abolir la familia”, y que, mientras, mejor que la mujer vaya con pistola. Es por esa gente que Ortega Smith puede decir que le quieren cortar el pito y algunos incluso pensar que es verdad.
La violencia de género, como el racismo, existe. Y necesita legislación y protección especiales. Aunque a la virilidad de casino de algunos les pueda molestar, es así para intentar salvar vidas, que no honras. Sin duda, el sistema es mejorable. La manera de mejorarlo se puede discutir, pero la realidad no. Mientras, el caballerete de espadón, coñá y dominó se retroalimenta con la feminista castrante que quiere un mundo de tijereta y de granjas de niños y semen. Tampoco es muy original este Paul B. Preciado, con nombre inventado de sastre que quiere convertirse en firma de modas. Eso de lo que es peligroso y lo que es conveniente, lo que deberíamos hacer todos y lo que no deberíamos hacer ninguno, nos lo dijeron antes santos y dictadores, y aún nos lo dicen el cura, el peluquero, el de la mercería o el taxista.
Afortunadamente, va ganando una moda que se llama libertad, y que evita que nos impongan qué tenemos que hacer con nuestra cabeza, nuestro corazón o nuestros genitales, sea bueno o malo para el mundo, que a ver cuándo le importó al ser humano eso. Ya discernió Kant que el ser humano no es un medio para nada (ni siquiera para el bien comunal), sino un fin en sí mismo. El marxismo heterofóbico de este Preciado con pellizco de piraña para nuestros huevos, el populismo de barbería y lamento de gatillazo de Vox, y hasta el podemismo neocomunista encumbrado por Sánchez, todos vienen a estar, más o menos, a la misma distancia de Kant que los dogmas del taxista.