Rufián salió de nuevo, clueco de pacto y desafiante, llamando a Sánchez chasqueando los dedos, como el que llama al camarero a la mesa, a su mesa de negociación o de despiece. Claro que yo, en ese momento, lo recordaba de otra manera. Recuerdo que Rufián estaba allí, en la tribuna del Congreso de los Diputados, mientras yo miraba las peceras de alegorías del techo ya muy confiado en la estafa del día, de la investidura, de Sánchez, que había planeado su propia derrota ante esas coreografías de peces y blasones simbólicos como una apoteosis apolínea y pasivo-agresiva. El fantasma de Zapatero, como un deshollinador triste, había pasado por la bancada de Podemos y le había dejado a Iglesias una última idea, pedir las políticas activas de empleo. Pero Sánchez no atendía, Sánchez no estaba siquiera allí, en su sillón azul luisino que él ocupa igual que un banco de sauna o un triclinio. Allí sólo estaba su perchero, mientras él volaba junto a esas alegorías que giraban quietas en el techo, santas con hoces, reyes con azores y bustos isabelones entre los que ya se veía él. Sánchez ya había determinado ir a otras elecciones, donde creía que iba a arrasar. Ni Podemos, su socio preferente, su gusiluz para dormir o no por las noches; ni Zapatero mediando como un barquero siniestro, ni tampoco Ciudadanos, podrían haberle convencido de lo contrario (Rivera es inocente, en este sentido, de no haber propiciado un acuerdo: era imposible).
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