Sánchez ha hecho del Falcon su casita de chocolate, su cabaña del árbol y su faro de falso marino. Es cierto que España entera es su juguete, pero la soledad heroica de Sánchez requiere especialmente esos sitios íntimos y angostos, esas batcuevas, esos refugios de pirata, ese útero de niño que sigue estando ahí para el adulto. Eso es lo que lo diferencia de los otros presidentes, que tenían el avión como avión, no como matriz agrutada. Allí, no como una urraca sino como un faraón de sí mismo, el héroe niño y grande, poderoso y solo, guardará sus tesoros, sus pipas, sus conchas; allí reconcentrará su rencor, enfocará su fantasía y tomará fuerzas; de allí saldrá Sánchez como un emperador infantil, con la niñez disfrazada por una grandeza de pelusa, para hacer de presidente zangolotino (Sánchez viste siempre ropa pequeña porque todo en él tiene que hacerlo más grande, porque necesita que todo en él parezca más grande).
Imaginen cómo se pondrá con el Marie Brizard un presidente que se hizo presidente para tener las navidades que nunca tuvo, navidades a las que ya no renunciará por nada, tenga que pactar con convictos o tenga que llamar a Torra
Sánchez necesita el Falcon más que nadie, como el niño solitario necesita los cumpleaños más que nadie. Lo usa tanto porque lo necesita más, dobla el gasto en aperitivos y bebidas (de 20.000 a 40.000 euros anuales) porque sus necesidades doblan las del ser corriente, incluso las del presidente corriente. El Falcon, o los Falcons, o la flotilla que tiene Sánchez entre helicópteros y jets, como aquellos ejércitos de bolsa que comprábamos en el quiosco cuando niños, todo eso no es un capricho hedonista ni una colección de falos freudianos, sino su útero de niño, el despliegue sentimental de la merienda interior, solitaria, abuhardillada, del niño que guerrea con siux de plástico y pan con chocolate. Por supuesto, ese útero, esa ceremonia de soledad e identidad, se llenará con todas las carencias y tesorillos sustitutivos que implica la niñez, recuerdos y fetiches, canicas y golosinas. También alcohol, no seamos puritanos.
La golosina del adulto es el alcohol, y claro que el Falcon tiene que tener su mueble bar. En el mueble bar sabemos, desde la abuela, desde aquellas navidades familiares con anisete y vino quinado para los niños, que los alcoholes forman como orfeones militares, con medallas y galones y un fondo versallesco de espejos donde bailábamos y brindábamos con otros invitados así un poco como cosacos que en realidad éramos nosotros mismos, o nosotros mismos ya después de la fiesta, saludándonos con ironía. Ya ven que uno se pone sentimental y evocador sin querer, imaginen cómo se pondrá con el Marie Brizard un presidente que se hizo presidente como para tener las navidades que nunca tuvo, navidades a las que ya no renunciará por nada, tenga que pactar con convictos o tenga que llamar a Torra desde un teléfono de góndola o subirlo a su Falcon con morro de nariz del reno Rudolph.
40.000 euros al año para snacks, banderillas y güiscazos; para cócteles de James Bond o para coñás del nuevo landismo político que a lo mejor representa Sánchez. Pero en realidad no es para el vicio, sino para la melancolía. La soledad heroica de Sánchez necesita ese refugio, ese castillo de popa donde vencerse a la responsabilidad del mundo y a la gloria progresista entre maderamen de timón y maderamen de bebidas. Para eso está el Falcon, su íntimo abrigo, su aterciopelada covacha, con todos los whiskies del presidente brillando entre ámbar, espejos y celofanes, como los caballitos de cartón que no bajaron del escaparate, como los patines de nieve que nunca colgó en el armario. En el fondo es bastante triste, su útero donde acaricia tiaras y perfumes y ánforas y magnicidios, como la tumba de un principito fenicio. La verdad es que las tumbas son imitaciones del útero, precisamente para nacer a la otra vida. Y Sánchez ha resucitado tantas veces que la ceremonia ya se ha hecho rutina y necesita más presupuesto y más hielo. Con Cardhu y cacahuetes, con cálices y venganzas, el presidente se recompone cada vez y sale de su cabaña del árbol, de su nido sentimental de ardilla, para tomar de nuevo España. Aún tiene un siux de niño en el bolsillo, pinchando con su flecha mal acabada, con su gota de plástico haciendo todavía más evidente y llorona su mentira.
Sánchez ha hecho del Falcon su casita de chocolate, su cabaña del árbol y su faro de falso marino. Es cierto que España entera es su juguete, pero la soledad heroica de Sánchez requiere especialmente esos sitios íntimos y angostos, esas batcuevas, esos refugios de pirata, ese útero de niño que sigue estando ahí para el adulto. Eso es lo que lo diferencia de los otros presidentes, que tenían el avión como avión, no como matriz agrutada. Allí, no como una urraca sino como un faraón de sí mismo, el héroe niño y grande, poderoso y solo, guardará sus tesoros, sus pipas, sus conchas; allí reconcentrará su rencor, enfocará su fantasía y tomará fuerzas; de allí saldrá Sánchez como un emperador infantil, con la niñez disfrazada por una grandeza de pelusa, para hacer de presidente zangolotino (Sánchez viste siempre ropa pequeña porque todo en él tiene que hacerlo más grande, porque necesita que todo en él parezca más grande).
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