Preguntaron a Mariano Rajoy hace unos días por el futuro del Real Madrid y respondió: “pasa porque Messi se vaya a jugar a Australia”. La frase es palmaria y autobiográfica; y resume de forma brillante el espíritu y la forma de hacer las cosas de Rajoy.
Son los que aplicó en muchos momentos en el período de su vida en el que le iluminaban todos los focos. Como en su comparecencia ante el Tribunal Supremo, dentro de la causa del 1-O, cuando vino a decir que no sabía nada del dispositivo policial. O el día de marras, cuando los catalanes salieron a votar contra el mandato del Tribunal Constitucional y espetó que allí no había pasado nada. O casi al inicio de su mandato, cuando España vivía pendiente de un posible rescate de la Unión Europea y el presidente dijo: aquí no ha habido nada de eso. Y se fue a ver un partido de la selección española.
Cada vez que Pedro Sánchez hace alarde de su insoportable carácter poliédrico, hay alguien que masculla: 'os dije que ibais a echar de menos a Rajoy'. Cuentan las crónicas que en la presentación de su libro (Una España mejor, Plaza & Janés) defendió su posición ideológica, que está en el centro político. Entre el meridiano de Greenwich ideológico, el dolce far niente y la confianza ciega en que, pase lo que pase, o las cosas se erosionan o se sedimentan.
En realidad, lo suyo era una especie de asepsia a la que era difícil acostumbrarse. Porque España vivió momentos peliagudos durante su presidencia y, cuando compareció, se limitó a trasladar la versión de Moncloa con la frialdad de un funcionario de ventanilla. Cualquiera podía esperar unas palabras de sosiego el 1-O o motivadoras en plena 'gran recesión'. Pero este político era gélido. Irresoluto. El marianismo era eso: ningún rodeo es vano, ningún camino se recorre en línea recta y ninguna misa debe oficiarse en otro idioma que no sea el latín.
El marianismo era eso: ningún rodeo es vano, ningún camino se recorre en línea recta y ninguna misa debe oficiarse en otro idioma que no sea el latín
Llama la atención porque alguna vez bajó del púlpito y le fue bien. Le recuerdo en casa de Bertín Osborne, con camisa blanca y sin corbata. Cocinando mejillones, jugando al futbolín y hablando de novias. O, más recientemente, el pasado lunes, en El Hormiguero, cuando se fue al bar con Pablo Motos. Es cierto que su limitada relación con lo mundano provocaba que su discurso pareciera, en ocasiones, antediluviano. Como el del abuelo que se dirige a los nietos en el mismo idioma, pero, a la vez, en uno completamente distinto. Pero daba apariencia de tipo íntegro y natural. Lo contrario, por cierto, que su sucesor en Moncloa, tan acostumbrado a rodearse de fuegos de artificio.
No sólo leía el Marca
Rajoy fue poco amigo de los focos y digamos que tuvo algún curioso desliz en el terreno mediático. No comparto el mantra de que no le interesaba el sector de la prensa, dado que durante su Gobierno se produjeron algunos cambios en el negocio de difícil percepción a simple vista, pero profundas consecuencias. Y, como poco, los conoció y no los frenó, en otra demostración de impostura, esencia de la devoción mariana.
Hay una anécdota que diría que no se ha contado y que revela perfectamente que, cuando el líder acostumbra a ver crecer la bola de nieve sin hacer especiales esfuerzos por detenerla, a su alrededor cada cual comienza a hacer la guerra por su cuenta y a construir empalizadas. Ocurrió en 2015, cuando el Tribunal Supremo deliberaba sobre el posible cierre de ocho canales de las principales empresas de televisión de este país. Entre ellas, Atresmedia y Mediaset, que habían sugerido al Ejecutivo que paliara el las consecuencias de cualquier sentencia negativa por vía de un Real Decreto. De lo contrario, pues ya se sabe... Las televisiones emiten 24 horas al día y el PP tenía varios casos de corrupción sobre la mesa.
El caso es que 'las teles' y Retevisión llegaron a un acuerdo por el que entregaron 30 millones de euros a la empresa que había presentado los recursos ante el Alto Tribunal a cambio de que los retirara. Estos recursos, por cierto, no iban contra estas empresas, sino contra la decisión del Gobierno de Rodríguez Zapatero de conceder las ocho licencias de emisión sin concurso mediante. El pacto se comunicó diligentemente en Moncloa antes de que la noticia saltara a los medios. Rajoy lo sabía.
La salud del cuarto poder no remontó durante sus años de Gobierno
Pues bien, pese a todo, José Manuel Soria hizo un intento final de demorar la resolución del procedimiento, algo que ocurrió en un momento en el que su relación con las televisiones era horrible. Cuentan fuentes implicadas en el caso judicial que aquello duró hasta que alguien del Gobierno le explicó que el hecho de tratar de salvar ese contencioso implicaba tirar piedras contra su propio tejado, pues, como ministro, era representante del Estado.
Todo sucedió en un momento, digamos, pintoresco, en el que la nueva política había advertido de su intención de salvarnos y Podemos tenía la capacidad de juntar a medio millón de personas en una manifestación, en Madrid, y de acollonar al establishment al ritmo del tic-tac. En las terrazas madrileñas se hablaba de la prima de riesgo y, en los programas de actualidad de las televisiones, de Gürtel, de Púnica y de la gran novela negra valenciana. Los portavoces del PP no se defendían porque el marianismo, aconsejado por alguna voz equivocada y gritona, había decidido que no era bueno que se prodigaran en los platós de Atresmedia y de Mediaset.
Dice Rajoy que dejó un país mejor del que encontró y no será este articulista quien ose contradecir esa información. Pero lo cierto es que la salud del cuarto poder no remontó durante sus años de Gobierno. No sólo por lo anteriormente descrito, sino también por el uso absolutamente obsceno que Moncloa realizó de Radiotelevisión Española, con el ínclito José Antonio Sánchez a la cabeza. Tampoco consiguió aliados en Cataluña -salvo los peanuts que se llevó El Periódico, que no mejoraron su salud ni ayudaron a que pagara sus deudas- ni logró una mayor pluralidad en la televisión. Al revés, a la hora de repartir nuevas licencias, le concedió una, innecesaria, al Real Madrid de Florentino Pérez; y volvió a premiar a Atresmedia y Mediaset, a riesgo de que recrudecieran su batalla contra el partido.
Mientras tanto, las grandes empresas y los fondos de inversión tomaban posiciones en los medios, con el caso paradigmático de Prisa, donde actualmente el Banco Santander y Amber Capital tienen una influencia capital.
Hubo quien dijo que al presidente Rajoy sólo le interesaba el Marca para ejemplificar su escaso interés por los medios de comunicación. Es una afirmación hiperbólica, pero ayuda a apreciar de una mejor forma la diferencia entre el pontevederés y su sucesor. Porque mientras uno huía de los focos y delegaba, el otro no pierde ocasión para nutrir a sus aliados mediáticos y aparecer, una y otra vez, en soporíferas entrevistas, en las que suele demostrar su pequeñez política, pero su buena capacidad para transmitir con cierto desparpajo argumentos prefabricados.
Sospecho por los resultados de las últimas elecciones generales que la estrategia del segundo genera unos réditos parecidos a la del segundo, pero, en fin, no cabe duda de que Rajoy tenía más talla. Digamos que no pasará a la historia por su capacidad resolutiva. Tampoco por abordar las grandes reformas estructurales, ni por saber gestionar con acierto la crisis catalana, que es quizá el gran problema de este país. Y sus memorias no son precisamente un ejemplo de autocrítica. Pero al menos nos legó el marianismo, que no es poco. O, mejor dicho, que no es cosa menor.
Preguntaron a Mariano Rajoy hace unos días por el futuro del Real Madrid y respondió: “pasa porque Messi se vaya a jugar a Australia”. La frase es palmaria y autobiográfica; y resume de forma brillante el espíritu y la forma de hacer las cosas de Rajoy.
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