Reino Unido ha celebrado el 12-D cuatro elecciones: una por cada uno de sus elementos constituyentes, que parecen consolidar los serios realineamientos políticos en curso desde que David Cameron se creyó forzado a convocar el referéndum sobre el Brexit.

En Escocia, los nacionalistas del SNP han barrido los últimos restos de resistencia laborista y liberal demócrata – defenestrando en el proceso a Jo Swinson, la lideresa de estos últimos, que ha perdido su escaño.

De resultas, las tensiones políticas desencadenadas por el Brexit han terminado de segregar la política escocesa de la del resto del Reino Unido mientras los nacionalistas, justificadamente envalentonados, amenazan con iniciar el mismo tránsito al nacionalismo centrífugo y propenso a la ilegalidad en el que andan metidos sus equivalentes catalanes.

En Irlanda del Norte, paradójicamente y en uno de los pocos resultados indiscutiblemente positivos de la noche electoral, se ha producido el proceso inverso: tanto los nacionalistas católicos del Sinn Fein como los unionistas han perdido terreno ante alternativas que cruzan la divisoria sectaria, sin que sepamos aún a dónde puede lleva semejante dinámica. 

En Gales e Inglaterra los electores decidieron que la frivolidad mentirosa y pragmática de Boris Johnson es preferible al fanatismo honesto de Jeremy Corbyn

En Gales e Inglaterra los electores decidieron que la frivolidad mentirosa y pragmática de Boris Johnson es, con mucho, preferible al fanatismo honesto de Jeremy Corbyn.

Este resultado implica, a la vez, cambios prometedores y continuidades deprimentes. En primer lugar, es más que probable que Boris Johnson tenga que plantearse de una vez por todas qué salida del Reino Unido quiere, lo que puede satisfacer así la curiosidad de los observadores en general y de las distintas facciones dentro del Partido Conservador en particular.

A fecha de hoy, Boris ha prometido una salida genuina (o lo que es lo mismo, dura) a los tories euroescépticos más intransigentes agrupados en el European Research Group (ERG); igual que prometió lo contrario a los moderados que hasta esta semana eran mayoría en su propio partido; y que prometió al electorado que el sofocante debate sobre el Brexit iba a dar paso a otras cuestiones si le elegían. 

Desafortunadamente, esta última promesa es tan manifiestamente falsa como lo fue su promesa a los unionistas norirlandeses de que iba a preservar la igualdad jurídica del Ulster: el preacuerdo que, eso sí lo sabemos, Boris va a aprobar no más tarde del 31 de enero incluye la posible cesión de la soberanía comercial británica sobre Irlanda del Norte a la Unión Europea y es, en realidad, el inicio de las negociaciones sobre la salida de Gran Bretaña – menos el Ulster, claro – de la Unión.

A los votantes de Boris, como al resto de los europeos, les queda Brexit para rato. De momento y antes de decir qué piensa, Boris tiene que averiguar qué opina la nueva hornada de diputados conservadores recién elegidos y que constituyen su nueva mayoría.

Los más aprehensivos temen un giro hacia las posiciones del ERG que conduzca a una salida catastrófica; los más cínicos observan que, Boris siendo Boris y visto lo visto, esa mayoría parlamentaria recién adquirida y sus credenciales euroescépticas le permitirán usar una retórica dura para negociar y aprobar un acuerdo blando que preserve la inserción del Reino Unido en el mercado único al estilo de Noruega y evite una catástrofe económica.

La principal novedad del otro lado de la divisoria política es la desaparición de Jeremy Corbyn, que se las ha arreglado para sumar su nombre al de Neil Kinnock y Michael Foot en la insigne lista de pergeñadores de derrotas épicas. Con la diferencia de que en esta ocasión los laboristas se enfrentan a un adversario que, a todas luces, aspira a redibujar las líneas de adhesión política hasta hacerlas irreconocibles.

Los conservadores de Boris están tratando deliberadamente de replicar la estrategia de populismo identitario de Trump, Salvini y Vox en España

Por un lado, los conservadores de Boris y su asesor Dominic Cummings, asistidos por Nigel Farage y el UKIP, están tratando deliberadamente de replicar la estrategia del populismo identitario al estilo de Trump en Estados Unidos, Salvini en Italia y Vox en España para capturar el voto de la clase trabajadora tradicionalmente asociado a la izquierda política.

Por otro, los laboristas se han descalabrado por el mismo despeñadero identitario por el que se empeña en arrojarse la nueva izquierda desde Alexandra Ocasio-Cortez en Estados Unidos a Manuela Carmena y sus reinas magas en Madrid.

Los laboristas, como cierto sector de los demócratas estadounidenses y la izquierda podémica, son a fecha de hoy un partido circunscrito al electorado joven y educado concentrado en centros urbanos cosmopolitas y universitarios como el centro de Londres o Cambridge.

Es posible que el shock electoral cause un reajuste de los laboristas por la vía de candidatos más próximos a la socialdemocracia convencional como Keir Starmer o el alcalde de Manchester, Andy Burnham.

Posible pero improbable. El Partido Laborista, como el Conservador, elige a sus líderes mediante un sistema de primarias que prima a los elementos más movilizados y radicalizados de sus propias bases y sin el cual ni Boris ni Corbyn habría llegado a sus respectivos liderazgos.

Como ni eso, ni el auge de discursos identitarios – etnonacionalista en el caso de los tories; cultural y de género en el de la nueva izquierda laborista – va a cambiar, tampoco parece que la política británica – o española o estadounidense – vaya a retornar por los fueros que conocíamos. Ergo después de las elecciones, tenemos más Boris y más de los mismo. 


David Sarias es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad San Pablo CEU.

Reino Unido ha celebrado el 12-D cuatro elecciones: una por cada uno de sus elementos constituyentes, que parecen consolidar los serios realineamientos políticos en curso desde que David Cameron se creyó forzado a convocar el referéndum sobre el Brexit.

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