Al Real Madrid no es que lo espere en el Camp Nou una cabeza de cochinillo cocinada o decapitada medievalmente, como la que le arrojaron a Figo; es que le esperan ya ejércitos con catapulta y un despliegue policial de amenaza nuclear. A Guardiola, ese intelectual del calcetín sudado, también le ha tocado volver al Bernabéu con su Manchester City y ya lo están tomando casi como rehén. Con el fútbol se hace política de Gil y Gil, se preparan venganzas desde un sofá crujiente como los doritos que se pierden en él, y se insulta como el que caga mirando el Facebook. Yo diría que el fútbol es la guerra del perezoso, una guerra a la que el personal puede ir en chándal, o en tetas, o vestido de vikingo o de tirolesa, con la bota de vino y el chorizo colgandero de las cestas del tebeo o de las rifas con naipe. Es que más cómoda no le pueden poner a uno la guerra. Como para no ir, vamos.
La celada, la trampa, los estadios como cepos abiertos, los equipos como yeguadas mamelucas de territorios e ideologías. Se acuerda uno de aquel barón de Coubertin que quiso copiar la tregua de los dioses y las grecas del fuego helenístico para volvernos a civilizar con la jabalina, aquel hombre haciendo como de discóbolo en traje de baño de cine mudo, y ya sólo nos da risa (toda aquella época a cámara rápida da risa). La deportividad, una palabra que se salió del deporte para significar lo que en su día significó la caballerosidad aunque no mediara ningún caballo, ya es una antigualla como las reverencias de pegar el culo en el suelo. Ahora, con la deportividad sólo se venden todoterrenos de Nadal y cereales olímpicos, mientras el deporte es política y dinero, como todo ya, y la guerra de los barrigones de la taberna, con una munición de ida y vuelta de pistachos y cuernos.
Si por el fútbol se pelean de acequia a acequia, sin tener más contienda que el propio fútbol, cómo no se van a pelear los que han sido convencidos de que están en una guerra más grande
Con el fútbol se pelean hasta los barrios, los vecinos separados sólo por poetas de glorieta o por Cristos gitanos hermanos en su cielo de fragua y faroles. No hace falta que el equipo represente a la media ciudad que cruza un puente capitalino, o a una provincia orgullosa de sus quesos, o a toda una gran región con hecho diferencial a causa de cuitas de reyes dieciochescos o de cabreros decimonónicos. Tampoco hace falta que un club sea más que un club, o que se le aparezca Franco en el palco, con nieve de televisión en blanco y negro (se le aparecería más al Barça, que lo tenía alicatado de medallas y honores, por cierto). Uno ha visto a los jubilados golpear con sus bastones los tobillos del lateral que subía por la banda en campos de regional con anuncios de ferretería y árbitros que acaban colgados de una cucaña, y padres darse de guantazos en la competición del colegio por su Cristianito de ocho años con mocos en el punto de penalti. O sea, que quiere uno decir que si por el fútbol se pelean de acequia a acequia, de casa a casa y de Virgen a Virgen, sin tener más contienda que el propio fútbol, cómo no se van a pelear los que han sido convencidos de que están en una guerra más grande, una guerra real y total.
Con el futbol se pelearán hasta los vagos, aprovechando el oleaje, la oferta, el botellín, el viaje. Por eso la política se mete en el fútbol, porque ahí puede reclutar hasta a los más pasotas, que si no luchan por la patria lucharán por el equipo, por la costumbre dominguera, por el honor de la taberna y de la convidada y del calzonazos. Por el fútbol se pelearán también hasta los cobardes, los que sólo agreden o insultan formando parte de una conga. Una guerra a la que se puede sumar el vago y el cobarde, qué general no querría eso. Una guerra en la que se acepta la violencia como merchandising, que tampoco pasa demasiado por eso. Hasta lo del otro día en el Rayo – Albacete no se había suspendido ningún partido en España por insultos a un jugador. Y no porque no los hubiera, sino porque se consideraba parte del folclore.
Alguien dijo que “el fútbol es un deporte de caballeros jugado por hooligans y el rugby es un deporte de hooligans jugado por caballeros”. Yo diría que el fútbol es la guerra del hooligan perezoso y cobarde, y que cuesta no ir a la guerra cuando lo ponen tan fácil, cuando estás tan patrocinado y tan resguardado. Ya ni nos damos cuenta de que es una guerra, nadie se extraña de que por un partido tengan que venir policías para mil cárceles de Alcatraz. El fútbol es una guerra, y peligrosa, porque, como ocurre con las patrias o las ideologías, hay demasiada gente que tiene ahí su único orgullo. El orgullo más barato, que decía Schopenhauer, ese filósofo demoledor aunque tuviera pinta de don Hilarión. Una guerra sumada a otra guerra, subida encima de otra guerra, ésa es la perfecta desdicha del fútbol cuando se une al racismo, al nacionalismo, al provincianismo, a la ignorancia, a la pereza y a la cobardía.
La virtud esportiva, las banderas y los bigotes anillados y caligráficos de Coubertin, los deportistas a la vez como luchadores y como geómetras, los estadios donde suspiraban Atenea y Heródoto… Ahora ya sólo quedan los ultras con la barriga tatuada de Cheetos, los del Tsunami acarreando adoquines con logotipo y Guardiola haciendo humanismo igual que Joaquín hace chistes o Sergio Ramos hace el bottle cap challenge. El fútbol es una guerra, y creo que está perdida.
Al Real Madrid no es que lo espere en el Camp Nou una cabeza de cochinillo cocinada o decapitada medievalmente, como la que le arrojaron a Figo; es que le esperan ya ejércitos con catapulta y un despliegue policial de amenaza nuclear. A Guardiola, ese intelectual del calcetín sudado, también le ha tocado volver al Bernabéu con su Manchester City y ya lo están tomando casi como rehén. Con el fútbol se hace política de Gil y Gil, se preparan venganzas desde un sofá crujiente como los doritos que se pierden en él, y se insulta como el que caga mirando el Facebook. Yo diría que el fútbol es la guerra del perezoso, una guerra a la que el personal puede ir en chándal, o en tetas, o vestido de vikingo o de tirolesa, con la bota de vino y el chorizo colgandero de las cestas del tebeo o de las rifas con naipe. Es que más cómoda no le pueden poner a uno la guerra. Como para no ir, vamos.
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