El teléfono rojo, el teléfono de bañera, el teléfono de actriz achampanada en jabón, esperando la llamada, recibiendo la llamada como haciendo el amor, con una punta de la boa de pelusa rosa mojándose como un dedo gordo, quizá un cigarro también de pantera rosa, fumar esperando, la mecha que dejan el tiempo y la lujuria en el aire, esperar fumando la llamada, el pecado, en el teléfono rojo, sexy como unos zapatos rojos de tacón. Torra, esperanzado y como travestido, como si fuera Javier Gurruchaga, esperando la llamada de Pedro Sánchez, su amor/desamor arisco de cara cortada, que en la Navidad siempre llega la llamada del solitario, del desesperado, del friolero, el que acaba cayendo en cualquier chimenea y en cualquier taberna y en cualquier amor aturronado, y si no, al menos llama, con borrachera de deseo y de distancia, a una amistad olvidada o a un amor desperdiciado o a una línea caliente siquiera.

El teléfono con cable rizado, pelirrojo de plástico como algunos amores, para caer conscientemente en ese amor falso que a lo mejor es el único verdadero, sin doblez, un resorte entre el dedo y los labios, entre el sexo y el dinero, entre el deseo y el poder. Torra listo para ser seducido o para vengarse, que después de los desprecios, después de esperar llamadas de oficinista, mal cinematografiadas como un anuncio de jamón de York, tiene que venir la llamada del amor falso y puro de Sánchez, camuflada entre otras llamadas navideñas, entre repartidores de nieve y de regaliz, entre familiares desahuciados, entre diplomáticos venenosos, entre hipócritas de hojaldre, una llamada de bañera a bañera, una llamada chorreante, entre vino y ceniza, entre agua y grano. Sobre el teléfono rojo como una almohada besada, Torra habla obscenamente, contraído de placer, del “ejercicio del derecho de autodeterminación”, del “fin de la represión”, de la “libertad de los presos políticos”, y Sánchez no cuelga, sino que deja oír su respiración perfumada y abandonada, mientras la de Torra se acelera y sus dedos se agarrotan.

Sánchez no cuelga, sino que deja oír su respiración perfumada y abandonada, mientras la de Torra se acelera y sus dedos se agarrotan

El teléfono, pegajoso de rojo como los chicles, como los labios, como la sangre; el teléfono, caliente de aliento y de autoridad, arañado como una espalda, castigado como una grupa, el teléfono que colgará Torra provocando un oleaje de velas y de agua tibia sobre sus párpados y su sonrisa y su escroto. El teléfono, tembloroso y cristalino de docilidad como un arpa, húmedo como de sal dorada, abarquillado en el pecho de Pedro Sánchez como una daga lenta y ceremonial, el teléfono que colgará el presidente para llamar otra vez, a quien toque, quién toca, quién es el siguiente falso amor, el siguiente beso de danzarina o de mercader o de ladrón, y una vieja dama del PSOE como una vieja dama del cine mudo lo desdeñará echándole una copa en los ojos, y un jefecillo de cerro le hablará con amor de labriego y de vaca, y los ambiciosos buscarán su carne ablandada, hocicarán en su mano abierta y comida como una mano o un sexo de Buñuel, y el presidente será el hombre de todas las naciones y la nación de todos los hombres, un poco como César en la cama redonda del poder, la cama ya convertida en una naumaquia de soldados, mesalinas y cuernos de oro, la noche de áspides, vino pastoso y esfuerzo de nadador de la que amanecerá otra vez presidente de las 9 o 10 naciones de España.

El teléfono, rojo y urgente como un coche de bomberos, como el mensaje de un suicida, como la cama de un sádico, el teléfono durmiendo como un tren, despertando como una serpiente, el teléfono lanzado a la rosa de los vientos de España a ser destrozado como una cóncava nave aquea, como la honra de Briseida. El teléfono, rojo como un falo, rojo como un copón del pecado, rojo como un dragón tatuado en el pubis, el teléfono de Sánchez brilla un momento, respirando o transpirando como tras el sexo ciclópeo de los dragones o tras el sexo asqueroso, quitinoso, de los bichos. Brilla solamente un segundo antes de que Sánchez haga la siguiente llamada. Una noche, sólo una noche, haciendo sudar al teléfono como un muslo, como un labio, como una nuca, una blanda humillación como entre racimos de vicio y gemidos de cerradura. Apenas una noche de línea caliente, ese teléfono con temperatura de ingle. Pronto, la gente ni se acordará. Apenas eso, y poco más. Luego, volverá a ser presidente. El teléfono rojo descansa ya como una raposa enroscada y, fuera, la limpia luz de la Navidad acusa a los miserables marcándolos con su polvo de estrellas.

El teléfono rojo, el teléfono de bañera, el teléfono de actriz achampanada en jabón, esperando la llamada, recibiendo la llamada como haciendo el amor, con una punta de la boa de pelusa rosa mojándose como un dedo gordo, quizá un cigarro también de pantera rosa, fumar esperando, la mecha que dejan el tiempo y la lujuria en el aire, esperar fumando la llamada, el pecado, en el teléfono rojo, sexy como unos zapatos rojos de tacón. Torra, esperanzado y como travestido, como si fuera Javier Gurruchaga, esperando la llamada de Pedro Sánchez, su amor/desamor arisco de cara cortada, que en la Navidad siempre llega la llamada del solitario, del desesperado, del friolero, el que acaba cayendo en cualquier chimenea y en cualquier taberna y en cualquier amor aturronado, y si no, al menos llama, con borrachera de deseo y de distancia, a una amistad olvidada o a un amor desperdiciado o a una línea caliente siquiera.

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