3.000 policías contrachapados para que unas señoras bailen sardanas con el bocadillo de salchichón en la mano, como una charanga de Esteso, en los alrededores del Camp Nou: lo normal. La convocatoria ilegal de los del Tsunami colocada en esas marquesinas de las paradas de autobús en las que se rozan los paraguas y los novios como flores de tela: lo normal. Controles de acceso como esos cuadros del Juicio Final, con sucesivos, ordenados y lentos precipicios de pinchos, arcángeles y endemoniados: lo normal. Un capacho de mierda de burro, espontánea como la de un belén viviente, arrojado a los pies de una periodista: lo normal. Un club de fútbol con pin ideológico: lo normal. Una ciudad entera (¡un país entero!) esperando y temiendo por dónde puede reventar un partido, si se abrirá el césped como un volcán, si caerá un dirigible de fuego, si bajarán por las escalinatas mil locos con la careta de Messi o mil jokers amarillos con tirantes explosivos: lo normal.

Nada fue normal. Hace mucho que nada en Cataluña es normal. Ni para jugar al fútbol ni para hacer política ni para tener una mercería. Todo se ha pervertido, todo se ha dado la vuelta

Lo normal. Aún mejor, “absoluta normalidad”, eso fue lo que se estuvo diciendo toda la tarde en idioma reporteril y tertulianés mientras esperaban que arrancara el partido entre helicópteros rasantes, como de Coppola, banderas aventando boñigas y agentes de seguridad buscando caretas o planchas en los bolsos de señoras a la vez inofensivas y letales, como agentes durmientes. “Absoluta normalidad”, o aún mejor, “ambiente festivo”. El ambiente festivo es lo que queda, claro, cuando has querido sitiar el Camp Nou, cuando has organizado una revolución con walkies y misterio, con armas insólitas como balones hinchables o caretas de gomilla o espontáneos con barretina en la calva o en la picha, todo entre la guerra, la inocentada y la gamberrada con condones. Es lo que queda cuando has querido reventar el espectáculo, colapsar la ciudad y hacer propaganda vía satélite, pero sólo puedes sacar unas pelotitas amarillas como para jugar al Tragabolas, carteles de autoestopista con tu lema y una señora enseñando en La Sexta, ante el guardia de seguridad, el boniato que se pensaba comer, como si fuera la prueba recién desenterrada de su inocencia y su benignidad. Quizá por eso precisamente, y ya fuera, al final llegaron las llamas y los descalabrados, porque un envite tan publicitado no podía acabar en una piscina de bolas de guardería. Además, eso es justo lo que permite hablar de “hechos puntuales” en medio de esa normalidad de cometa con bajamar con la que estuvieron describiendo todo el día.

La normalidad, el ambiente festivo, la “democracia” incluso, pronunciada así como un dulce sinónimo del caos, con la calma retrospectiva que da el fracaso, eso es lo que sacas cuando ha fallado todo lo demás. No sólo ha ocurrido con este partido, esperado, planeado y retransmitido con titulares e infraestructura de guerra, sino con todo el procés. La normalidad, el ambiente festivo, la “democracia” con la que pretende taparse, como sorprendido en adulterio, un insolente totalitarismo… Eso es lo que te queda cuando quieres hacer una revolución y al final tienes que hacerla pasar por un picnic de jubilados, cuando vas de héroe y escapas en un maletero mientras estás de vermús, cuando usas retórica de guerra y te quejas al propio guardia de que no te dejan hacer la guerra en paz. La gloriosa insurrección que de repente se queda en farol o en símbolo o en flashmob o en ensoñación (hasta para el Supremo). No, nada de esto es normal, es todo lo contrario a la normalidad, como es todo lo contrario a la democracia.

No hubo sabotaje con confeti, ni invasión de campo, ni Jimmy Jump perseguido por los policías como por un oso. Sólo unas pelotitas como de queso y, eso sí, unas últimas patadas antes de huir a otro fracaso. Pero nada fue normal. Hace mucho que nada en Cataluña es normal. Ni para jugar al fútbol ni para hacer política ni para tener una mercería. Todo se ha pervertido, todo se ha dado la vuelta. Sobre todo, lo que significa libertad, democracia, derechos, redondas palabras con las que el independentismo camufla los privilegios sentimentales y económicos de una minoría, privilegios que se atreven a poner por encima del imperio de la ley, de la igualdad y de la ciudadanía.

La nueva fiesta revolucionaria, la última demostración de fuerza en el Clásico, se quedó en otro día de carrusel deportivo, fiambreras con empanados y un escupitajo final. Éste era el sino del procés, un continuo ridículo de gatillazo, el gatillazo con pedorretilla de una pistola de agua, además. Ni los del Tsunami, que llevan adelantado su propio futuro de ahogado; ni los Liris de foc, con nombre de compañía de teatro rarito; ni los pavoneos botijeros de Torra, ni el encastillamiento con torreón y largas trenzas de oro de Puigdemont, ni los sediciosos con tristeza de aljofifa carcelaria, ni nada que puedan hacer ahora los indepes, nada de eso tenía más futuro que ese continuo ua-ua-ua-uaa de fracaso de payasete. Si no fuera por Sánchez, claro. Con Sánchez, un partido de liga puede ser un desafío definitivo y unos presos pueden ser nuestros dueños permanentes. Lo normal.

3.000 policías contrachapados para que unas señoras bailen sardanas con el bocadillo de salchichón en la mano, como una charanga de Esteso, en los alrededores del Camp Nou: lo normal. La convocatoria ilegal de los del Tsunami colocada en esas marquesinas de las paradas de autobús en las que se rozan los paraguas y los novios como flores de tela: lo normal. Controles de acceso como esos cuadros del Juicio Final, con sucesivos, ordenados y lentos precipicios de pinchos, arcángeles y endemoniados: lo normal. Un capacho de mierda de burro, espontánea como la de un belén viviente, arrojado a los pies de una periodista: lo normal. Un club de fútbol con pin ideológico: lo normal. Una ciudad entera (¡un país entero!) esperando y temiendo por dónde puede reventar un partido, si se abrirá el césped como un volcán, si caerá un dirigible de fuego, si bajarán por las escalinatas mil locos con la careta de Messi o mil jokers amarillos con tirantes explosivos: lo normal.

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