El día de Navidad por la tarde volví a ver Qué bello es vivir. Mi familia en pleno había organizado un plan del que me zafé, así que estaba solo. Es una buena manera de ver esta maravillosa película de Frank Capra: puedes llorar a gusto en la escena final sin avergonzarte.
La película es un canto a la amistad y a valores humanos como la solidaridad o la generosidad, que la sociedad de consumo estima en muy poco y que, en estas fechas, no significan nada comparados con el pavo o los langostinos, aunque sean congelados.
Pero el argumento de esta película (que fue estrenada en 1946, casi recién terminada la Segunda Guerra Mundial) trata de un joven, George Bailey (interpretado magistralmente por James Stewart), que pretende marcharse de su pequeño pueblo, Bedford Falls, para ir a una gran ciudad y así poder cumplir su sueño: convertirse en un gran arquitecto.
La historia de George Bailey es la de tantos millones de jóvenes y no tan jóvenes que se ven obligados a abandonar sus pueblos, mal que les pese.
El jueves, día 26, escuché a Carlos Alsina en Onda Cero entrevistar a uno de los firmantes del Manifiesto por Cuenca. Leo el texto y veo que está firmado, entre otros, por mi admirado colega Raúl del Pozo: "Debe articularse una estrategia de desarrollo rural que impida el desmantelamiento de los servicios públicos y el acceso, entre otros, a la educación, promoción y atención a la salud, de forma equiparable a la del medio urbano".
Puede que estemos ante el nacimiento de un Cuenca Existe, a la manera en que un grupo de ciudadanos de Teruel montaron un nuevo partido, hoy con representación parlamentaria.
La aparición de estos grupos provincialistas, el auge de lo que ahora se llama España vaciada, supone el reconocimiento de un fracaso aunque sea parcial de nuestro sistema autonómico, que, en teoría, debería haber servido para lograr un cierto equilibrio territorial. El café para todos que se inventó durante la Transición para darle a Cataluña y el País Vasco la autonomía que reclamaban ya no da más de sí. Los independentistas catalanes y vascos no se conforman con lo que tienen y las regiones con menos recursos ven disminuir su población, que se marcha a las grandes urbes para vivir mejor.
Todo es muy lógico, muy natural. Pero no conviene alimentar falsas expectativas. El diputado de Teruel Existe, Tomás Guitarte, podrá desgañitarse en defensa del "teruelismo", pero no conseguirá que los habitantes de un pequeño pueblo de su provincia tengan los mismos servicios que los que viven en Zaragoza.
Pretender que los pequeños pueblos gocen de los mismos servicios que las grandes urbes es una utopía que sólo puede llevar a la frustración o a la melancolía
A los que vivimos en las grandes ciudades nos encanta el medio rural. Vamos los fines de semana, nos damos un paseo por el monte y, si es posible, hasta visitamos algún museo de la provincia. Nos hospedamos en una casa rural, por supuesto. Pero, ¿cuántos estaríamos dispuesto a cambiar nuestra forma de vida para vivir en un pequeño pueblo?
Es más, ¿con qué derecho se le puede reclamar a un joven que quiere ser ingeniero o periodista que renuncie a ello?
La vida en Bedford Falls tenía muchos alicientes. Todo el mundo se conocía e incluso se ayudaba. Pero George Bailey quería ser arquitecto y allí no podía serlo y tampoco podía desarrollar en su pueblo sus proyectos de ensueño: diseñar edificios de más de cien pisos, el puente más grande del mundo...
Pedirle a los poderes públicos (sean cuáles sean) que den a la España vacía -¿por qué vaciada?- servicios "equiparables" a los de las grandes ciudades está muy bien, incluso es políticamente correcto, pero no pasa de ser un quijotesco empeño.
Cuando veo reclamar más inversiones en sanidad, educación e infraestructuras para la España vacía, me viene a la memoria otra gran película: Bienvenido Mister Marshall (1953). Los habitantes de Villa del Río (Guadalix de la Sierra) se movilizaron para lograr que "los americanos" regaran el pueblo con una manguera de dólares. Pero los deseados visitantes pasaron de largo.
Luis García Berlanga supo reflejar con cruda maestría la frustración de un país que se quedó fuera del Plan Marshall y tuvo que conformarse con el envío de leche en polvo y la instalación de estratégicas bases militares en su territorio.
Cada pueblo debe encontrar la forma de sobrevivir. De hecho, en muchos de nuestros pueblos la población no ha disminuido, sino que ha crecido. Ayudemos a nuestros pueblos, hagamos todo lo posible para que su riqueza se vea recompensada y aumentada. Pero generar ilusiones vanas sólo puede llevar a la frustración o a la melancolía.
El día de Navidad por la tarde volví a ver Qué bello es vivir. Mi familia en pleno había organizado un plan del que me zafé, así que estaba solo. Es una buena manera de ver esta maravillosa película de Frank Capra: puedes llorar a gusto en la escena final sin avergonzarte.
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