Uno se da cuenta de que han ganado la batalla cuando una presentadora de televisión decide mostrarse casi desnuda frente a las cámaras, en Nochevieja, y las sacerdotisas de la igualdad se llevan las manos a la cabeza porque eso cosifica a la mujer. Pero no a esa mujer, sino a esa colectividad abstracta que sirve al feminismo para reivindicar; y que parece ser que anula o condiciona la capacidad de decisión de cada una de sus componentes.
Su planteamiento es claro: si 'la Pedroche' lleva un vestido que deja poco a la imaginación, se perjudica a sí misma, pero también a todas aquellas que luchan por la igualdad. Por la igualdad limitante. La que atosiga.
Faltó tiempo tras las campanadas para que los infatigables detectores de machismos, micromachismos y macromachismos la emprendieran contra los directivos de Atresmedia y contra la propia Cristina Pedroche por hacer todo lo posible para que “todo un país” debatiese sobre el cuerpo de una mujer.
Quizá, acostumbrados a la supina estupidez colectiva, se ha olvidado que lo que hacen ni es ilegal ni está proscrito. De hecho, hasta hace no mucho, cuando todavía era posible ser feliz con la carne sin presunción de culpabilidad, en este país se debatía sobre escotes y se hablaba en los corrillos del albañil de los pétreos abdominales que se bebía una Coca Cola a las 11.30 ante la atenta mirada de un grupo de mujeres, excitadas.
El cuerpo no era sinónimo de cosificación, sino de alegría; y el hecho de que el camarero pusiera la cuenta al lado del hombre o de que un familiar preguntara a su sobrina “si le gusta algún chico” no era considerado como un pecado capital.
No son estas afirmaciones hiperbólicas de quien firma este artículo, sino que forman parte de los 43 mandamientos contra el micromachismo publicados por El País, especializado, junto a otros medios de izquierda, en describir los pequeños apocalipsis que se registran cada vez que un ciudadano piensa o ejecuta de la forma que hasta el momento se consideraba sana, legal y habitual.
Usted es culpable
También se han empeñado en alarmar, tanto en el terreno de la igualdad como en todos aquellos que alicatan esta nueva religión pagana. La que ha conquistado la escaleta de los noticiarios de todos los grandes canales de televisión y la que convierte cada borrasca en ciclogénesis; y cada ciclogénesis en una prueba de que los humanos han sembrado el caos global. Sería estúpido negar el cambio climático, al igual que la desigualdad, heredada, que sufren las mujeres en varios ámbitos. Pero trasladarlo al espectador o al lector de forma tan hiperbólica resulta estúpido. Desde los púlpitos se amenazaba con el infierno. Desde las mesas de los telediarios, con morir de calor.
Este puritanismo se ha impuesto y ya ni siquiera una mujer tiene derecho a enseñar y a ser hortera en la noche de las lentejuelas y los collares hawaianos. O, al menos, no lo puede hacer con plena libertad. A Pedroche le han llovido críticas por ello y eso le ha condicionado, como se podía apreciar el pasado martes, cuando remarcaba su compromiso contra la violencia machista. Cosa positiva, evidentemente, pero que decía en un contexto de fuertes críticas de las feministas. Las que critican que una mujer vista como le venga en gana. O, peor, las que dudan de su libertad para elegir y culpan de su atuendo a los superiores, como si fuera una mera mujer de paja o la esclava de un grupo de voyeurs.
Como ha ocurrido durante los últimos años, lo mejor de la Nochevieja televisiva fue Cachitos, esa joya infravalorada de RTVE. Uno miraba sus vídeos y comprobaba que hubo un tiempo en el que Raffaella Carrà podía ataviarse con un vestido que dejaba poco a la imaginación sin ser acusada de atentar contra nada. Y Julio Iglesias aparecer en una cama redonda, tumbado, rodeado de mujeres y cantando el 'Cucurrucucú paloma' sin ser tildado de machirulo. Todo era mejor. Claramente mejor.
Uno se da cuenta de que han ganado la batalla cuando una presentadora de televisión decide mostrarse casi desnuda frente a las cámaras, en Nochevieja, y las sacerdotisas de la igualdad se llevan las manos a la cabeza porque eso cosifica a la mujer. Pero no a esa mujer, sino a esa colectividad abstracta que sirve al feminismo para reivindicar; y que parece ser que anula o condiciona la capacidad de decisión de cada una de sus componentes.
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