Recién elegido Pedro Sánchez para presidir el primer gobierno de coalición de la democracia emanada de la Constitución de 1978, muchos ciudadanos asisten con sentimientos que van de la perplejidad a la indignación a dos circunstancias que hacen de ese gobierno una opción insólita e inquietante, por mucho que sea igualmente legítima y legal.

La primera es el carácter frentepopulista del nuevo gobierno en el que confluyen junto a los socialistas, comunistas, anarquistas y radicales de todas las ideologías anti sistema que se dan en nuestro país. Es difícil no recordar los precedentes de esta coalición por los desastres que siguieron a su triunfo en febrero de 1936. Más inquietante todavía es que al igual que entonces, los portavoces izquierdistas califiquen de “fascistas” a todos cuantos se les oponen y critican, creando una dinámica frentista de tan amargos recuerdos.

La segunda circunstancia, todavía más insólita que la anterior, es que este gobierno que se autodenomina “progresista”, está apoyado por partidos independentistas, secesionistas y antiespañoles, a los que en palabras de una de sus portavoces “importa nada la gobernabilidad de España”.

El PSOE en su afán por gobernar no ha dudado en apoyarse en todos los enemigos de España, del orden constitucional e incluso de la democracia liberal. Resulta difícil de imaginar semejante cuadro en cualquiera de los países de nuestro entorno.

Frente a todo ello quizás sea hora de recordar a Julián Marías, quien recién celebradas las elecciones democráticas en 1977 y en vísperas de la aprobación de nuestra Constitución de 1978, publicaba su ensayo España en nuestras manos, tercera parte de su libro La España real que había aparecido
en la primavera de 1976.

El PSOE en su afán por gobernar no ha dudado en apoyarse en todos los enemigos de España, del orden constitucional e incluso de la democracia liberal

Para Marías, “España ha sido la primera nación que ha existido”, y “los españoles ya libres, dueños de su destino, enteramente responsables, están eligiendo, van a elegir lo que quieren ser”. Sus históricas y premonitorias palabras en los albores de la era mas fructífera de la historia española –ahora despreciada por el nuevo gobierno– cobran plena actualidad en el presente político.

Un presente que menos abierto a la esperanza que entonces, incluso dando la sensación de estar más bien cerca de un abismo, puede y debe ser afrontado desde la reflexión que nuestro gran filósofo se hacía en 1965: “Lo que más me inquieta es que en España todos se preguntan ¿qué va a pasar?; casi nadie se
pregunta ¿qué vamos a hacer?". En una sociedad -todavía– abierta, tan bien caracterizada por Karl Popper en su La sociedad abierta y sus enemigos, siempre cabe la posibilidad de evitar que éstos perjudiquen irreversiblemente la convivencia democrática y tratar de construir un futuro mejor, que no estando escrito depende de todos nosotros.

Todo sistema democrático conlleva la formación de los gobiernos que se merecen los ciudadanos: una tautología matizada por el sistema electoral, que en el caso español prima muy especialmente a los partidos que se declaran antisistema, algo realmente inaudito. Los tres partidos que acaban de aliarse para gobernar España se caracterizan por despreciar los valores más consustanciales de nuestra civilización: el respeto a la palabra libremente dada, a la ley y a la verdad. Llama la atención que haya tantos millones de españoles que están de acuerdo con la negación de tales premisas.

La democracia liberal está basada en el respeto a la ley y la división de poderes. Los aliados que acaban de hacer posible el nuevo gobierno están manifiestamente en contra de tales obvios preceptos, lo que resulta aplaudido por sus medios de comunicación afines y consentido por sus votantes; mientras se declaran demócratas, eso sí, totalitarios.

Para la coalición de gobierno un delito cometido, probado y juzgado con todas las garantías puede ser revocado democráticamente con posterioridad: toda una barbaridad jurídica suscrita -contradictoriamente- por abogados de un Estado, también totalitario.

Las últimas decisiones de la UE sobre los secesionistas catalanes tan -excesivamente- mal recibidas por una amplia mayoría de españoles como -ridículamente- bien por los afectados: los delincuentes y sus seguidores; no deberían preocupar gran cosa. El amparo de la inmunidad parlamentaria sobrevenida sobre delitos cometidos y juzgados con anterioridad, es simplemente absurdo; y la concesión de suplicatorios en el Parlamento europeo es una excepción –una de cada diez- frente a la obvia regla de su
rechazo. Por tanto, lo más razonable y felizmente esperable es que los golpistas catalanes que están en la cárcel sigan cumpliendo sus condenas y los prófugos acaben de igual manera.

Todas las medidas económicas que se conocen del nuevo gobierno están orientadas a menoscabar sin excepción: la innovación, la función empresarial, la productividad, el crecimiento económico y la creación de empleo. La principal diferencia estructural que explica por qué unos países son ricos y otros pobres viene dada por los episodios de menor crecimiento o incluso decrecimiento de éstos frente a aquellos.

En los países ricos los periodos de crecimiento representan más del 90% del tiempo, mientras que los de crisis son esporádicos y de corta duración. En los pobres, los periodos de crecimiento se alternan con demasiada frecuencia con otros de crisis que consumen buena parte de los logros conseguidos anteriormente.

La última crisis económica española, gestada en tiempos del gobierno de Zapatero, nos retrasó casi una
década. Sólo Italia nos igualó; mientras que el resto de países desarrollados apenas desperdició uno o dos años de crecimiento previo. La inmensa mayoría de españoles que declaran ganar más de 130.000 € al año los obtienen por méritos propios tras años de estudio, esfuerzo, mucho trabajo bien hecho y reconocimiento del mercado.

Quienes plantean agravar la fiscalidad de dichos ingresos carecen –por dejadez– de los estudios, la
experiencia profesional y los méritos de aquellos; simplemente les envidian y por ello los castigan.
Elevar la fiscalidad de las ganancias de capital y de las empresas, cuando España está –según la OCDE– a la cabeza mundial en dichos impuestos, sólo sirve para hacer retroceder la inversión que impulsa la creación de riqueza. Se trata de una política fiscal bolivariana. Los países con mayores ingresos
impositivos de Europa los obtienen con mayores y generalizados impuestos indirectos, mientras que facilitan la inversión empresarial. Este es el triste panorama que se nos ofrece ante el comienzo de esta
legislatura.

Hablaba el ya presidente del gobierno en su investidura de progreso y esperanza, pero ¿qué esperanza puede ofrecer un gobierno en el que se integrarán declarados enemigos de nuestro orden constitucional, presidido por un político sin norte moral?

Lo que puede esperarse de él es que dure poco, de forma que la reparación de los daños que va a causar sea después posible. Una alianza de estas características, carente de la mas elemental integridad moral -pensar, decir y hacer lo mismo- entre sus miembros, no puede generar nada constructivo, mientras que la apropiación de las instituciones públicas -una paradójica privatización para sus exclusivos fines de quienes se reclaman socialistas- y su uso para horadar los cimientos de nuestro marco de convivencia estará a la orden del día.

Y esta es precisamente la más grave de todas las amenazas: el asalto de las instituciones del Estado por los partidos del gobierno, empezando por el poder judicial, siguiendo con la diplomacia y terminando por las fuerzas de orden público. Es de esperar que el vergonzoso espectáculo –incluido el de la embajada de
México en Bolivia– que han venido ofreciendo y los más que probables incumplimientos de sus promesas y contradicciones internas, amén del deterioro de la economía -solo limitado por la UE determinen una legislatura corta; que dentro de lo posible sería lo más deseable.

Frente a unas nuevas elecciones, lamentablemente no habrá tiempo ni lugar -por la excéntrica posición del PSOE- para anticipar la aprobación de un nuevo sistema electoral; la llave institucional de un mejor futuro político.

Entre expertos y destacados militantes del PP y del PSOE, existe un claro consenso a favor de incorporar -con algunos matices- a nuestro país el sistema electoral alemán caracterizado por una sabia mezcla de criterios mayoritarios -distritos unipersonales como en EEUU, Reino Unido, Francia…- y proporcionales a través de un distrito único nacional, completado con la exigencia de un porcentaje mínimo de representación nacional para tener presencia en el parlamento. De este modo se conseguirían muy beneficiosos efectos:

-Los partidos nacionalistas dejarían de perjudicar el gobierno de la nación, cualquiera que fuese su color político.

-Los distritos unipersonales revitalizarían la política, que resultaría atractiva para personalidades con meritorias biografías, mientras que los vulgares apparatchiks de ahora tendrían que buscarse -malamente– la vida lejos de la política.

-La formación de los gobiernos -principal función de un sistema electoral- y su estabilidad sería lo normal, frente al disparate actual.

Mientras algún día se dan las circunstancias para llevar a cabo tan necesaria como conveniente reforma institucional, nuestro futuro –recordando a Marías y mientras sigamos disfrutando de la Sociedad Abierta popperiana – sigue estando en nuestras manos.

Los votantes que están en desacuerdo con el frente popular independentista deberían actuar no tanto para elegir lo mejor -que seguramente no existe- sino lo menos malo

Es perfectamente posible que de cara a unas próximas elecciones una mayoría de españoles pueda estar en contra del extravagante gobierno actual: se trataría de sumar a los votos del centro derecha de las últimas elecciones, abstencionistas de entonces preocupados ahora por la mala suerte de nuestro país y quizás algunos más de origen socialista defraudados por la alianza antisistema que no creyeron haber votado.

Para salir del círculo vicioso antisistema, los votantes que están en desacuerdo con el frente popular independentista deberían actuar no tanto para elegir lo mejor -que seguramente no existe- sino lo menos malo. Mientras no concentren sus votos -al menos en las múltiples circunscripciones pequeñas- en la opción más viable –constitucionalista de cualquier color- estarán eligiendo indirectamente –como ahora- el peor gobierno posible.

Desde la sociedad civil hemos de hacer lo posible por defender las instituciones que determinan una Sociedad Abierta y su independencia, pues esa será la clave para que este gobierno pueda ser uno más en el discurrir de nuestra democracia y no el final de la misma.

El futuro seguirá, por tanto, todavía en nuestras manos en unas próximas elecciones que se aventuran cruciales para recuperar la senda constitucional, ahora abandonada por quienes carecen de los más elementales principios morales y políticos para conducir dignamente el destino de nuestra nación.

Recién elegido Pedro Sánchez para presidir el primer gobierno de coalición de la democracia emanada de la Constitución de 1978, muchos ciudadanos asisten con sentimientos que van de la perplejidad a la indignación a dos circunstancias que hacen de ese gobierno una opción insólita e inquietante, por mucho que sea igualmente legítima y legal.

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