El niño ante el mapa de los ríos, como si España fuera una taza rajada; ante el mural de las monocotiledóneas y dicotiledóneas, ese sexo de hadas que hacen las flores entre ellas; ante el compás grande de madera, como haciendo yunta entre hemisferios de navegante. El niño, también ante el crucifijo clavado varias veces, en la pared, en el aire, en la carne, en los ojos, pero sostenido al final sólo por su propia agonía. El niño ante una Virgen empantanada en flores y lágrimas, abarquillada de juventud, belleza y sufrimiento. El niño, quizá todavía muy niño, ante una gloria muy roída de caudillos y pajarracos, ante himnos maquinistas de la Verdad, ante una sangre granjera que parecía sólo sudor de las manos y orgullo cereal. El niño podía ser yo.
Había cosas que yo veía que eran de allí, de la escuela, y que me parecían como cosas de marino, esperando ese mismo viento que abre los libros cerrados y empuja los barcos, o sea la curiosidad y un misterio que sólo aguarda a nuestra voluntad para dejar de serlo. Pero luego había otras cosas que yo veía que no eran de allí, cosas que habían traído de algún dormitorio, de algún desván, de algún cementerio de niños, de alguna guerra fosilizada, pero que no pertenecían a la escuela, aunque uno se tropezara con ellas. Esto lo percibía el niño y supongo que han dejado de percibirlo los adultos, que ya no esperan ningún misterio con los cuadernos nuevos, con la matemática como egipcia que uno descubría cada año, con la selva del cuerpo humano desplegada por primera vez como un jardín del Bosco. Los adultos sólo esperan al niño ya comido y ya hecho, a la vuelta de la escuela.
Los padres quieren que la escuela les haga todo el trabajo con los hijos, que los engorde y los entretenga y los fotocopie de papá y mamá. Por su parte, los políticos y los popes aprovechan que los padres exigirán a la escuela todo lo que deberían hacer ellos y así, en los huecos y pasillos, intentan meter su ideología y sus fiestas y guerras de guardar. Creo que la única escuela verdaderamente científica es la del niño, que sólo quiere saber qué río o qué bicho o qué tren están retorciéndose de inminencia en la página siguiente. La escuela de los adultos siempre es otra cosa, algo que los libere de contestar preguntas, de dar explicaciones, de hacer de los hijos personas diferentes a sus padres o del futuro ciudadano algo diferente a los partidos.
A lo mejor haría falta un niño que les explicase a los padres, y hasta a los políticos, la escuela. O ya es demasiado tarde y a nadie le chirrían las cosas que vienen a invadirla desde fuera de la clase y de la niñez
La escuela no debería ser la alcoba del padre ni el cuartel de la infancia. Las alcobas y los cuarteles ya están fuera, en otro sitio y en otra hora. Por eso se nota tanto cuando mueven a las aulas sus bustos, sus muebles, sus tallas, sus trituradoras (como en Another brick in the wall). O lo notan los niños, o lo notaba yo al menos, no sé los demás. En la escuela está Machado con el sombrero siempre llovido, y esa torre de quebrados con un perfil de faraón caminando y derrumbándose a la vez, y la célula como una patata extraterrestre, y Velázquez pintando no a unas meninas sino la gran catedral de espacio a su alrededor. Yo incluso llegué a ver cuando llegó también la Constitución, que decía cosas grandes y bellas sin el terror que traía el señor cura por debajo de sus bienaventuranzas, la Constitución que sí encajaba en la escuela porque no era ninguna doctrina, sólo una especie de libro de álgebra de la civilidad.
La Constitución está ya también ahí, junto al abrigo de gorrión mojado de Machado que cuelga de todos los percheros escolares. Pero tampoco le parece a uno que haya que planear un circo de tres pistas, una cabalgata de tragasables y cantajuegos para ir explicando a los niños lo que nos dice la Constitución de la ciudadanía y lo que nos dicen los Derechos Humanos de ser humano entre los demás humanos. Tanto taller, tanta cosa complementaria, tanto invitado con peto o con nariz de goma para eso. Tanto político y tanto vecino con logotipo, en fin, metiéndose ahora en la escuela igual que se metía el señor cura antes. El niño, ante ese latín de agua al que suena Machado, ante la cosa deportiva o branquial que tenía aquel corazón rojo y azul de las lecciones, ante la propiedad conmutativa y la lengua de las mariposas. Y el niño, también, por ejemplo, ante una estelada clavada varias veces, en la pared, en el aire, en la carne, en los ojos, pero sostenida al final sólo por su propia agonía.
Una escuela sólo con ciencia, la Constitución y los Derechos Humanos. Y el hábito de pensar. Y fuera de ella los payasos curriculares y los curas reptantes y los imames intolerantes y los maestros con catecismo de la consejería que toque. Y ningún pin que valga, aunque digan que el pin está en la misma Constitución, en el articulo 27.3. No es así, porque están el 27.2 y todos los demás, que lo delimitan. A lo mejor haría falta un niño que les explicase a los padres, y hasta a los políticos, la escuela. O ya es demasiado tarde y a nadie le chirrían las cosas que vienen a invadirla desde fuera de la clase y de la niñez. Ni la alcoba del padre ni el cuartel de la infancia, insisto. Pero no, no tendremos esa escuela científica. Ni siquiera en la escuela pública. Nadie va a renunciar a meter ahí, entre la curiosidad arborescente del niño, las siniestras certezas del adulto.
El niño ante el mapa de los ríos, como si España fuera una taza rajada; ante el mural de las monocotiledóneas y dicotiledóneas, ese sexo de hadas que hacen las flores entre ellas; ante el compás grande de madera, como haciendo yunta entre hemisferios de navegante. El niño, también ante el crucifijo clavado varias veces, en la pared, en el aire, en la carne, en los ojos, pero sostenido al final sólo por su propia agonía. El niño ante una Virgen empantanada en flores y lágrimas, abarquillada de juventud, belleza y sufrimiento. El niño, quizá todavía muy niño, ante una gloria muy roída de caudillos y pajarracos, ante himnos maquinistas de la Verdad, ante una sangre granjera que parecía sólo sudor de las manos y orgullo cereal. El niño podía ser yo.
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