Me decía insistentemente Felipe González hace ya muchos años que en materia de moral y costumbres "un gobierno no debería nunca imponer por ley algo que no fuera comúnmente comprendido y compartido por la mayoría social de un país" porque este es un terreno resbaladizo en el que no conviene intervenir políticamente si no se cumplen esas condiciones.
Era una consideración muy sensata que ahora conviene recordar cuando se ha organizado un debate artificialmente cebado desde las derechas y desde las izquierdas con propósitos estrictamente políticos. Y creo que en España hay acuerdo general en que merecen el mismo respeto, el mismo apoyo afectivo y la misma consideración social las personas que se relacionan armónicamente en términos anímicos y sexuales con el género que su cuerpo ha determinado y aquellas que tienen un conflicto entre lo que aparentemente son y lo que desearían ser para lo cual muchas de ellas deciden, o no, cambiar de género por la vía quirúrgica.
Tiene todo el sentido que se eduque a los niños en el aprendizaje de la tolerancia
Nadie en España, salvo los muy intolerantes, se levantaría contra esta consideración general y, en consecuencia, tiene todo el sentido que se eduque a los niños también en este concreto aprendizaje de la tolerancia. Estas enseñanzas que se imparten dentro de lo que se llaman "enseñanzas regladas" se llevan practicando en todos los colegios públicos y concertados desde hace muchos años -de hecho, en la Comunidad de Madrid fueron implantadas bajo el gobierno del PP- sin que hasta el momento conste un número significativo de denuncias por los excesos que se hubieran podido producir en las escuelas de toda España. Ni tampoco constan movimientos de rebeldía y de insubordinación por parte de padres musulmanes, particularmente sensibles a este tipo de conquistas sociales de occidente.
Naturalmente, toda denuncia debe ser investigada y, si hay motivos, el centro debe ser sancionado y obligado a rectificar y modificar el contenido de esas enseñanzas o a cambiar a los que acuden a impartirlas. Pero ya digo que esas acusaciones han sido muy escasas. Por lo tanto, que se enseñe a los niños a respetar la diversidad es bueno, y eso es lo que se debe seguir haciendo en la red de colegios públicos y concertados de toda España.
Pero lo que se ha producido ahora ha sido una auténtica emboscada política en la que, inexplicablemente, ha caído como un pichón el líder del PP, Pablo Casado, y eso a pesar de que él mismo alertaba a los suyos de que estábamos ante una cortina de humo para desviar la atención pública del debate y las consecuencias del anuncio del nombramiento de la hasta ahora ministra de Justicia Dolores Delgado como Fiscal General del Estado.
Y, sin embargo, la reacción del señor Casado ha estado cargada de vehemencia y recurriendo a imágenes sideralmente alejadas de la realidad social española, como la acusación al Gobierno de copiar las peores prácticas de Cuba, una dictadura comunista: "¿Lo que nos están diciendo entonces es que los niños son de la revolución, como les dicen a las familias en Cuba? ¿Y que los niños delaten a sus padres cuando no son buenos revolucionarios?", afirmaba.
Es inexplicable que Casado haya mordido el anzuelo que le ha echado el Gobierno para ver si pican. Y vaya si han picado
Es inexplicable que el señor Casado haya mordido el azuelo que le ha echado el Gobierno para "ver si pican". Y vaya si han picado. Que el partido de Vox quiera hacer valer su peso, y que se note, en el mantenimiento de los gobiernos de coalición de Murcia, Andalucía o Madrid debería haber tenido una respuesta más política y, por supuesto, más pausada, que la que ha obtenido por parte del Gobierno y, por descontado, de la que se ha producido de rebote desde el PP.
Es ridículo que la señora Celáa anuncie con redoble de tambores -ocho meses después de que se haya implantado en Murcia la opción de los padres a autorizar o no que sus hijos reciban charlas en este sentido- que si el gobierno murciano no retira esa cláusula de reserva, acudirá a los tribunales. Claro que la ex juez Victoria Rosell ha superado todas las marcas proponiendo, ni tribunales ni zarandajas, que el Gobierno aplique directamente al gobierno de Murcia ¡el artículo 155! ¿Alguien da más? Pues sí, ella misma, porque ante el revelo organizado por su solemne e ignorante desmesura, ha aclarado que aquello había sido un "sarcasmo" y ha acompañado su rectificación de unas explicaciones desarticuladas y del todo incoherentes.
No hace tantos meses que la misma ministra Celáa defendía su nula intervención para impedir el adoctrinamiento independentista en los colegios de Cataluña con el argumento de que eso supondría ejercer la censura en la enseñanza. En ese caso no amenazó nunca a nadie con el mazo de la Justicia y por eso mismo resultó un tanto artificial y sobreactuado el anuncio del viernes pasado de acciones judiciales. Pero lo que sonó como un golpe seco de clarinete fue esta consideración suya: "No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres".
Esa afirmación requeriría de varios volúmenes a propósito de los derechos y deberes de los padres sobre sus hijos menores, sobre la libertad de cátedra, sobre el derecho paterno recogido en la Constitución a elegir la enseñanza que consideren mejor para sus hijos y otros tantos volúmenes sobre el papel del Estado, sus deberes para con la población y sobre los límites de su intervención en la vida privada y también pública de sus ciudadanos.
Pero una frase de ese tipo provoca inmediatamente que se desplieguen las antenas de la alarma. Y una de dos: o está dicha por pura imprudencia o es un anzuelo para que piquen los incautos. Y Pablo Casado se tragó el anzuelo hasta el fondo de la garganta.
El resultado ha sido el esperado probablemente por las filas socialistas: empujar al PP a las cercanías de Vox de modo que se fundan los perfiles de ambos partidos y quede claro así lo que están buscando desde el Gobierno a partir del minuto uno de su conformación: abrir una brecha insalvable entre dos trincheras.
A este lado, los progresistas, los buenos; al otro lado la caverna, las derechas, da igual cuáles sean sus siglas, los retrógrados y crispadores, cuyo único objetivo político en este momento es impedir que el Gobierno eche a andar e incendiar el clima social con sus ataques desmedidos y sus aspavientos.
En esa distribución del espacio político se siente cómodo el Gobierno, porque puede afrontar los numerosos y muy graves problemas que se alzan en su camino sin tener que dedicar grandes esfuerzos en convencer a la opinión pública de la falta de fundamento de la reclamaciones o acusaciones de la oposición.
El PP necesita otra manera de encarar su enfrentamiento con el Gobierno si quiere evitar que su futuro esté en entredicho
Desde el momento en que se estableciera en la opinión pública que el PP, Ciudadanos y Vox hablan todos desde la caverna el mismo lenguaje, esos partidos estarían cargando con un gravísimo pecado original que les desacreditaría de principio. Ése es el juego que se le ha visto al Gobierno desde el primer momento y no se explica por qué razón el señor Casado se ha lanzado a avivar esa estrategia adoptando un lenguaje y un tono del todo impropios de un partido de la derecha moderada, que es lo que se supone que quiere ser. El Partido Popular necesita otra manera de encarar su enfrentamiento con el Gobierno de coalición de PSOE y Podemos si quiere evitar que su futuro esté en entredicho.
De otro modo, dará argumentos a quienes insisten en colocar a su partido en tal proximidad con Vox que los convierten en indistinguibles. Y eso no le conviene al PP si lo que pretende, que parece que sí, es distanciarse de los de Santiago Abascal, cuya estrategia es hacerse notar cuanto más mejor y empujar a Casado y a Arrimadas en el rincón de la "derechita cobarde", y por lo tanto inútil a los ojos de tanto votante cabreado que tan buenos resultados electorales le ha dado en las últimas elecciones.
Una torpeza evidente la del presidente del PP.
Me decía insistentemente Felipe González hace ya muchos años que en materia de moral y costumbres "un gobierno no debería nunca imponer por ley algo que no fuera comúnmente comprendido y compartido por la mayoría social de un país" porque este es un terreno resbaladizo en el que no conviene intervenir políticamente si no se cumplen esas condiciones.
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