El cine es una mentira envuelta bellamente en otras mentiras. La mentira de la luz, la del movimiento y así hasta la del falso héroe o la del falso cowboy o la del falso intelectual. Pedro Sánchez va a ir a los Goya y será como ir a su casa o a su alma máter, a sentirse parte de esa mentira artistificada que llega hasta a regalarse una fiesta empaquetada de rojo como una caja de bombones. De lo mejor que tiene la última de Tarantino, Érase una vez en Hollywood, es la manera en la que nos enseña que el cowboy cinematográfico es en realidad sólo un bebedor de margaritas y que necesita otra mentira del cine, la de Tarantino, para ser héroe de nuevo. Tarantino, en la misma película, nos saca de la mentira y nos mete en la mentira, igual que Sánchez.
Yo creo que el talento de Sánchez tendría que tener su premio, su Goya, su Pinocho o como quisieran llamarlo, para que él saliera por fin, con esmoquin de Messi, a enumerar sus papeles y papelones, a dar las gracias a los guionistas y a los de efectos especiales, a disolverse en todos sus villanos y galanes, como se disuelve Javier Bardem hasta quedar en un simple señor que va a por churros en ranchera con la única valentía o tragedia de conducir en chanclas. Sánchez sería por fin reconocido por lo que es, por lo que hace, que no es ser Batman ni presidente, sino el guapo que cabe en todos los trajes, en todos los personajes, desde una épica aquea hasta un musical a lo Bob Fosse con coreografía de mambos locos o tintineos en el calzoncillo. Por supuesto, Iván Redondo recibiría los agradecimientos con esa emoción contenida que en los viejos productores parece un resfriado, y Susana Díaz quedaría como Meryl Streep perdiendo su Óscar elegantemente, como la que pierde una joya carísima o un zapato de cristal o un guante de Marilyn que pudiera ser de la Pantera Rosa.
Yo creo que el talento de Sánchez tendría que tener su premio, su Goya, su Pinocho o como quisieran llamarlo
Sánchez es cine, aunque quizá no es tanto un cine español, siempre sufrido, lírico de gachas y cicatrices, como un cine americano. Mientras los grandes estudios americanos hacían musicales con coristas en las chisteras, era en Japón y en Europa donde se inventaba el verdadero nuevo lenguaje cinematográfico tras el cine mudo (esto parece que se lo he robado a Mark Cousins y a lo mejor es verdad). A veces no hay mucha cinematografía pero sí mucho cine, y esto es lo que le pasa a Estados Unidos y lo que le pasa a Sánchez. Sánchez va por ahí con una alfombra roja que se desenrolla a su paso, igual que un visir. Pero eso no es cine, eso es tapicería, y viene de cuando algún americano pensó que ellos no tenían aristocracia, realeza, esa gente que llega ya al mundo vestida de cisne, y que tenían que convertir a sus actores en eso. De ahí viene lo de vender glamur, cuando los actores no tienen por qué tener más glamur que los mimos. Bardem en chanclas incluso tiene menos glamur que los mimos.
El cine de alfombra roja, eso es Sánchez. El cine de un guapo como de algún Superman moderno y olvidado y que se quedó para ir del brazo. El cine del que ni siquiera llega a hacer el papel, sino que dice que lo hará o que está haciéndolo y luego no lo hace, el que está en el cine sin hacer cine como el que está en la literatura sin hacer literatura. La verdad es que ni siquiera podríamos llamar éxito político a lo de Sánchez. Y no ya porque Sánchez no haga política sino nudos de pajarita con los votos (sería como decir que Stallone ha tenido éxito como boxeador o Eastwood como pistolero). Sobre todo, es que no creo que se pueda llamar éxito a lo suyo. O sea, a estar en la Moncloa por los pelos como estar en Beverly Hills por los pelos, igual que un actor de Friends. A ser presidente después de tragar todo lo que se puede tragar aquí o en Hollywood, piscinas enteras de lo que haya que tragarse; después de engañar y de mentir, y aun así todavía depender de que Rufián te lleve del brazo como un novio de Nicole Kidman.
Sánchez estará en los Goya, la fiesta apeluchada de nuestros falsos cowboys y nuestros falsos héroes y nuestros falsos principitos de la intelectualidad, que un actor no tiene por qué ser más intelectual que el Spiderman gordo de la Puerta del Sol. El cine se parece a nuestros sueños, decía Mark Cousins también. El mérito de Sánchez ha sido meternos en su película y convencernos de que es nuestro sueño, no el suyo. Ganar tampoco es tan difícil pudiendo decir y hacer cualquier cosa sin atender ni a la coherencia ni a las consecuencias. Lo difícil es que todavía haya quien se crea su papelón increíble, como el que se creía que Leonard Nimoy era Spock y podía dormirte de un pellizco. Aunque sea sólo por esto, Sánchez se merece un premio. Un Goya o lo que sea, un cabezón de piedra monclovita o un figurín de latón vacío, un españolísimo y triunfal marmolillo de la mentira burda y encebollada vendida con sonrisa de claqué, tan americana y patinadora.
El cine es una mentira envuelta bellamente en otras mentiras. La mentira de la luz, la del movimiento y así hasta la del falso héroe o la del falso cowboy o la del falso intelectual. Pedro Sánchez va a ir a los Goya y será como ir a su casa o a su alma máter, a sentirse parte de esa mentira artistificada que llega hasta a regalarse una fiesta empaquetada de rojo como una caja de bombones. De lo mejor que tiene la última de Tarantino, Érase una vez en Hollywood, es la manera en la que nos enseña que el cowboy cinematográfico es en realidad sólo un bebedor de margaritas y que necesita otra mentira del cine, la de Tarantino, para ser héroe de nuevo. Tarantino, en la misma película, nos saca de la mentira y nos mete en la mentira, igual que Sánchez.
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