En los aeropuertos se cruzan los espías y los amantes, vestidos con las mismas gabardinas. Hay horas en los aeropuertos, en los bares, en los hoteles, en las que ya no queda ningún inocente. Menos que nadie Ábalos, que ya hemos dicho que es el Algarrobo de Sánchez, el matón que echa por delante para que lo descalabren un poco cómicamente, como a un Sancho Panza, mientras el guapo de trabuco en flor hace después heroísmo en jaca o en helicóptero. Hay horas en los aeropuertos, en los bares, en los hoteles, en las que ya sólo quedan culpables, de una traición o una mentira o un crimen, sangriento o sólo sentimental, que ocurrió en la cena o en la cama o que ocurrirá en el desayuno, para que lo descubra la criada o la esposa tirando las tacitas. A esas horas se fuma como los condenados, se observa como un estrangulador, se espera como un adicto. A esas horas, en esos sitios, cualquiera es un sicario. Más, un ministro.
El Gobierno nos está metiendo ya en las madrugadas y en las transacciones de los espías y los cuernos. Los ministros van con bufanda de niebla adonde no se les ve, adonde no se les debe ver, a encontrarse con gente que teme al reloj como a una guillotina y a la luz como a una cimitarra que aparece. Qué clase de Gobierno tenemos ya, que hay un ministro embozado bajo las farolas cegadas, en las ratoneras de la noche, esperando como un barquero a la gente de Maduro. En qué negocios están que requieren esas señales y esos silencios de balleneros de madrugada, y que luego, al ser descubiertos, los llevan a la mentira del adúltero o del binguero. Yo fui a ver a un amigo, fue casualidad, sólo la vi un momento, bueno hablamos un rato, la verdad es que yo fui allí a evitar un conflicto diplomático pero no me gusta hacerme el héroe. Y Ábalos allí, con las pantorrillas desnudas por debajo de una gabardina húmeda de calima y del lagrimeo de la pistola en la ingle.
No sé qué conflicto diplomático podría ser ése del que nos ha salvado Ábalos yendo a los bajos fondos con su voz y su sigilo de Batman amorcillado
No sé qué conflicto diplomático podría ser ése del que nos ha salvado Ábalos yendo a los bajos fondos con su voz y su sigilo de Batman amorcillado. Después de la reunión, después de que no se detuviera a Delcy Rodríguez, por ahí empiezan a vernos como una especie de portaviones cubano en Europa. Así que Ábalos no ha evitado ningún conflicto, lo ha provocado. O quizá se refiere a que se ha evitado un conflicto con Maduro, su nuevo amigo o socio, por recibir secretamente a su convicta vicepresidenta y despreciar a Guaidó. O quizá lo único que ha ocurrido es que lo han descubierto, así como a una amante de pez gordo, con el flasazo en el culo, en pleno intercambio nocturno comercial o ideológico con una tiranía criminal.
Fue a Sánchez al que le oí lo de evitar un conflicto diplomático. Estaba en la tele, sonriendo con fondo borrascoso de Giocondo, visitando los lugares del desastre con ropa de golf. Aun en las catástrofes, y aun quedando por los rincones con los delincuentes del país y del planeta, Sánchez no deja de sonreír, no puede dejar de sonreír. No se cree estar donde está y cómo lo ha conseguido.
El jueves tomó un helicóptero de rescate en Mallorca para hacerse en él ese reportaje de capitán de la lluvia y señor Lobo de los huracanes. Dicen que eso no es grave, que a esas horas no había nadie a quien rescatar, que había desaparecidos pero tenían otro horario, que las agendas de los ahogados y del presidente se habían cuidado para que no se solaparan.
Sánchez apareció el sábado por la noche en los Goya con un esmoquin de musical de los años 30 o de contrabandista de licor de Atlantic City, esmoquin de mago que elige su primer esmoquin. Toda su vida había soñado seguramente con eso, con que Almodóvar le llamara guionista de nuestras vidas y la gente se le declarara antifascista clavando una rodilla ante él. Ante él, que modifica el Código Penal a conveniencia de particulares (de sus socios y de él mismo), que pone en duda el imperio de la ley, que socava la división de poderes, que consagra la desigualdad ciudadana según territorios o sentimentalidades privadas, y que ha establecido que la democracia sólo está en su lado.
Sánchez, en los Goya, vestido de ventrílocuo de toda España. Ábalos, en el aeropuerto, vestido de espía de yesca. Sánchez, un guapo entre los guapos, un busto entero de charol sostenido por bastón y polainas. Ábalos, un pocero en la noche, en esas fronteras achaflanadas que hay entre el comercio y el delito. Es esperpéntico, pero es que la necesidad no tiene otra manera de resolverse que en estos equilibrios. Sánchez, vestido como el dueño de un cabaré de la prohibición, entre artistas reverenciosos y mujeres de un solo guante. Ábalos, en esas horas de farero o de francotirador, en lugares hechos para lo que no se puede contar, como un aeropuerto o un hotel, cuando las puertas suenan a trampilla al vacío y los carritos a metralleta bajo el mantel y el sexo a asesinato entre flores de trapo. Ábalos está, simplemente, a la hora y en los sitios en los que ocurren esas cosas, haciendo el contrabando mientras su jefe hace el amor.
En los aeropuertos se cruzan los espías y los amantes, vestidos con las mismas gabardinas. Hay horas en los aeropuertos, en los bares, en los hoteles, en las que ya no queda ningún inocente. Menos que nadie Ábalos, que ya hemos dicho que es el Algarrobo de Sánchez, el matón que echa por delante para que lo descalabren un poco cómicamente, como a un Sancho Panza, mientras el guapo de trabuco en flor hace después heroísmo en jaca o en helicóptero. Hay horas en los aeropuertos, en los bares, en los hoteles, en las que ya sólo quedan culpables, de una traición o una mentira o un crimen, sangriento o sólo sentimental, que ocurrió en la cena o en la cama o que ocurrirá en el desayuno, para que lo descubra la criada o la esposa tirando las tacitas. A esas horas se fuma como los condenados, se observa como un estrangulador, se espera como un adicto. A esas horas, en esos sitios, cualquiera es un sicario. Más, un ministro.
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